martes, 8 de diciembre de 2009

Transparencias


Años de terapia empezaban a hacer efecto en su personalidad.

Tras una cantidad incontable de intentos por superar ciertos fantasmas, empezaba a sentirse, finalmente, mucho más preparada para enfrentar sus temores. Uno de los que más le asediaba era el miedo a la oscuridad. Desde su infancia debía encender el velador para dormir, o hacerlo en compañía de otra persona que le brindara protección.

Necesitaba sentir el peso de las frazadas sobre su cuerpo.

Incluso en verano, se tapaba hasta la cabeza con un acolchado de plumas. La sensación inmediata de sentir que la vida nos cobija, en ese segundo que dura esa mezcla entre el sueño y la certeza, esa semi-muerte en un instante en que nos encontramos cuando, despiertos en la oscuridad, nos disponemos a dar una vuelta en la cama, para encontrar otra posición que nos permita seguir hilvanando sueños.

Ya a los veintisiete años, Guadalupe empezaba a sentirse más liberada, y comenzaba a disfrutar de su vida.

Cierta noche en que su sueño se tornó muy pesado, le pareció escuchar golpes en la pared. Conociendo su psicología engañosa, optó por no dar mayor importancia al ruido y seguir disfrutando plácidamente de su descanso.

Por la mañana temprano, al levantarse para ir a la facultad, notó con gran asombro que una ventana había sido colocada en la pared que da a la calle.

Tapó sus partes íntimas con el acolchado de plumas y pasó corriendo hasta el baño para cepillarse los dientes.

Un muchacho la observaba tiernamente desde la vereda.

Guadalupe se sintió morir de miedo, de vergüenza, de ira. ¿Quién habría colocado allí esa ventana? ¿Quién habría osado robarle una parte de su intimidad? ¿Quién le estaría quitando ahora su tan temida oscuridad para llenar su cuarto de luz?

Se sintió invadida. Lloró desconsoladamente por la penumbra arrebatada. Lloró por su cuerpo desnudo cubierto de pánico y de acolchado de plumas ante el extraño que la miraba dulcemente.

Al regresar de la cursada compró cortinas naranjas. Al fin y al cabo, la ventana tenía trabas y vidrio. Se convenció de que podría vivir este cambio como si fuera una reforma en la arquitectura del edificio. Tal vez el joven no la observaba a ella sino al departamento con su nuevo aspecto. ¿Sería el arquitecto?

Pensó en llamar a su psicólogo, pero prefirió tratar de no depender de su terapeuta y, por primera vez en su vida, hacer frente a la realidad por sus propios medios.

Redecoró el departamento teniendo en cuenta nuevamente, la inesperada reforma.

Las visitas de esa tarde se sintieron muy a gusto con la variación..

Por la noche, se autoconvenció de que tal vez, la ventana era un regalo del destino que le permitiría superar el miedo a la oscuridad.

Una enorme luna blanca se filtra por su ventana. Descorrió las cortinas para permitir la entrada de la claridad.

Durmió con una sonrisa dibujada en los labios.

Al despertar, otra ventana enorme sobre la pared derecha, le aguardaba.

Lanzó un grito de espanto. El joven, sonrió amablemente desde el otro lado. La miraba sensiblemente, con ternura. La expresión de su rostro trasuntaba la caricia de su pensamiento puesto sobre el cuerpo desnudo de Guadalupe. La luz dorada del sol cubría su vientre, y su rostro sonrojado no hacía más que evidenciar esa parte de niña de pechos pequeños que aún anidaba en su interior.

Lloró desconsoladamente. Sintió que aquel extraño la invadía poco a poco. Dos amplios ventanales en un espacio tan reducido empezaban a resultar extraños.

Nuevamente compró cortinas para cubrir el nuevo mirador.

No supo responderse a sí misma si la ventana era de afuera hacia adentro o todo lo contrario.

Cambió los muebles de lugar y reacomodó los libros que tenía en estantes aéreos en un baúl.

Durante la noche siguiente, y la siguiente, y la siguiente, ventanas de todos los tamaños terminaron por cubrir toda la casa. El cielorraso transparente mediante el cual se podían ver las estrellas y la luna, hubiera sido suficiente, aún cuando las otras cuatro paredes no hubieran poseído abertura alguna.

A excepción de la puerta, no existía en su casa un solo fragmento de pared, que no estuviera conquistado por un nuevo orificio.

Mientras tanto, el joven, la observaba embelesado.

Su cabello rizado, tan dorado como la luz del sol que se filtra por toda la casa. Sus ojos de miedo, de anhelos de protección que denotan su necesidad de ser abrazada. Su cuerpo de mujer, al que durante tanto tiempo rechazó, y al que castigó privándole de la satisfacción de la desnudez, de las caricias de un hombre, de los arqueamientos espasmódicos, de respiraciones agitadas en su oído y de la delicia del encuentro entre dos cuerpos exactos.

Sus manos de tacto infinito, su vientre de durazno, sus piernas de entrelazar sábanas y enmarañar camisones, sus arruguitas de almohada y toda ella lloraba afligidamente ante sus ojos.

Sus ojos de ver más allá de lo aparente. Su boca que la nombra por las noches, su sonrisa de magia, sus manos anhelando protegerla, su pecho esperanzado hacia la entrega, sus hombros dispuestos a absorber lágrimas de niña, y todo él, maduro de alma y cuerpo para amarla eternamente.

Guadalupe secó sus lágrimas y lo miró a los ojos. Quitó el acolchado de plumas, abrió todas las ventanas a la vez, y salió por el ventanal que da a la calle. Desnuda, a plena luz del día. Y se sentó a su lado, lo tomó de la mano… y observó hacia dentro junto a él.

jueves, 15 de octubre de 2009

LO SIGNIFICANTE


Andando y desandando despóticos caminos, fue como llegó hasta allí.
Enajenado luego de tan larga travesía, traía los cabellos revueltos, y unas lagrimitas de un añil rocío despuntando en el horizonte de su mirada.
Descendió, vacilante, adormecido y asustado, del tren que lo dejó en la estación principal.
Desprovisto de fogueos, y más nutrido del “ensayo- error” que de paternales consejos, aprovisionado de una curiosa espontaneidad casi Adánica, caminó absorto por las calles.
Huérfano hasta de creador, su mayor virtud, era y seguiría siendo su capacidad de asombro.
Hambriento y desharrapado, miraba inocentemente a los adultos que se dirigían presurosos, camino a sus ocupaciones cotidianas.
Tan inadvertida era su presencia, como nunca antes lo había sido en otros lugares.
Estaba acostumbrado a ser centro de atención (como todo chico), pero esta vez, la consideración que necesitaba había quedado arrumbada en los viejos tiempos…pero ¿Qué tan viejos tiempos podía poseer con tan corta edad?
Era evidente que la vejez del tiempo no se correspondía con la de los años, y si bien era aún un niño, algún germen muy arcaico anidaba en su interior.
Una señora le dirigió una mirada veloz al pasar, pero siguió su camino sin detenerse.
Un policía sonrió, mientras le desparramaba los rulitos dorados con una caricia casi, casi podría decirse “afectuosa”.
Un vagabundo le ofreció un trozo de pan, y un loco con un libro que estaba sentado en un banco, le habló del destino en términos que él jamás comprendería, (quizás, por ser tan niño, quizás por no estar loco, o porque a esa edad el futuro, es algo en lo que no se nos ocurre pensar).
Como aquellos adultos que pasaban raudos a su lado, sin reaccionar por él, ni por nada más, (quizás por no estar locos, tal vez por no estar cuerdos, o porque a esa edad, la infancia es algo sobre lo cual ya nadie se atreve a repensar), caminaba autómata por la estación.
Es increíble cómo algunos adultos confían en que el destino del otro es algo que ya está escrito, y a fuerza de esa convicción no se detienen a reparar en lo que podrían modificar, si al menos se demoraran un instante.
Unos niños se acercaron con intención de robarle la vestimenta que llevaba puesta.
El loco del libro, seguía murmurando vocablos indescifrables, a los cuales todos estaban ya acostumbrados. Palabras que quedaron rápidamente en el olvido. (Tan rápidamente como puedan quedar, a esa edad, el olvido y las palabras).
Los niños preguntaron de qué estaba disfrazado, pero él tampoco comprendió el significado de la palabra disfraz. Parecía como si nunca hubiera tenido infancia, o paradójicamente, como fuera el dueño por excelencia de aquél maravilloso sustantivo.
Calladito y con diáfana naturalidad, se dejó conducir por sus nuevos amigos hasta la casa de uno de ellos.
La vivienda era acogedora, pequeña, decorada con objetos y colores cálidos y sin demasiados elementos de valor; en definitiva, un lugar en donde daba placer estar a pesar de su sencillez.
Al entrar, había una estrecha habitación que poseía un único amoblamiento: Un sillón.
El niño preguntó:
- ¿De quién es ese sillón?
- De cualquiera que lo desee,- contestaron los demás.
- ¿Y la estrellita plateada en el medio? ¿Para qué sirve?
- Es tu estrella de la guarda, la que te guiará en el camino, - sentenció Jacinto, el dueño de casa-. Sólo tienes que desearla.
- Pero yo no quiero la estrellita, solo quiero el sillón para llevármelo conmigo al lugar de donde vengo.
- Pues bien, sólo puede llevárselo aquel que se siente en él,- contestó el hermano de Jacinto.

Dejándose convencer por los argumentos, arrebujado en el sillón, los miró aletargado y mientras sus párpados caían pesadamente, Jacinto y los otros lo desvestían temerosos de ser descubiertos.
Huyeron luego de quitarle sus botas, capa, espada y cinturón.
En tanto aquél, ya casi sin poder resistir el convite del sueño, pudo ver cómo se iban desdibujando lentamente de su memoria, su rosa, el zorro, el cordero, y la hierba; mientras escuchaba, allá a lo lejos y aún sin comprender, al loco de la estación, quien le leía el comienzo de un cuento, escrito en un viejo libro de páginas gastadas, que comenzaba diciendo algo así como: “En casa de Jacinto, hay un sillón para morirse”.




Basado en “Propiedades de un sillón”, de Julio Cortázar

jueves, 7 de mayo de 2009

PALABRAS...

Si quedo a medias, es solo el cansancio, porque palabras abundan. Tantas hay en mi mente como espacios en blanco. Espacios como silencios…inmaculados, pero ya sin inocencia.
Con las manchas que dejó (manchas como sombras, viscosa espuma oscura, de tristeza inmarcesible) convivo y me des-vivo.
Y solo una lágrima alcanza, para expresar… que hoy está intacta mi memoria.

miércoles, 29 de abril de 2009

RETRATO


Mientras Mayo deshojaba sus recuerdos haciendo trizas el pasado, Daniel caminaba autómata por esas calles tantas veces recorridas.
Deshilvanado de intenciones, resquebrajado en la memoria, y con un presente gélido en su mente, solo conseguía dar pasos muy pequeños y descoordinados.
La plaza en la que había transcurrido su infancia no invocaba ya ninguna imagen. La escuela, la casa de Luis, la de Andrea cuando vivía aún con sus padres…Nada, ya nada desenterraba su añejo y gastado interés.
El peso se adueñaba de sus hombros, de sus párpados. Se manejaba con omitida mirada, con cierto andar enlutado.
El futuro sin horizonte, el tiempo agrietándose en sus hacinados años, en su eterna dilación de un eterno pasado con prórroga hasta el día de mañana.
Con esa amnesia de futuro subió al taxi. Dijo en voz muy baja, (como si quisiera que el chofer lo condujera hacia una dirección equivocada) que quería que lo llevara hasta la estación del ferrocarril. Lo dijo en voz tan baja que el conductor debió preguntárselo una vez más.
A pocos metros, sobre la siete a la altura de plaza Olazábal, el semáforo encendió su luz amarilla, y en ese instante, desde la vereda de enfrente, sintió el destello de una cámara fotográfica. El encandilamiento lo cegó unos segundos. Los suficientes como para que la luz roja le permitiera ver, entre los resabios de blancura, a aquella joven de jeans gastados que fotografiaba incesantemente su rostro.
Aquella verde irrupción frustró abruptamente su curiosidad. El taxi prosiguió su marcha y a las pocas cuadras lo desalojó en el punto de llegada.
Caminó unos metros y subió al tren. Marchó hasta el trabajo encandilado por el hito en su retina, por la mella en su destino.
Horas más tarde volvía de la oficina, entumecido, ensimismado, con un enorme cansancio. Subió al colectivo que lo llevaría hasta su casa y se derrumbó sobre el segundo asiento, del lado de la ventana.
Casi adormecido despertó con el flash sobre su rostro. Insólitamente lo sorprendió la misma esquina, la misma muchacha, los mismos jeans.
Aquel fulgor lo perturbó. Había vivido todos estos años monótonamente arrebujado, enquistado en el regazo maternal de su timadora vida, infeliz pero guarecido de las bifurcaciones del azar.
Entró a su casa con sólidos pasos, como si quisiera anunciar ante todos su presencia. Siguió hasta la cocina con fingida seguridad, con imprecisa confianza, con perceptible desamparo, con su indefensión brotándole por los poros.
Besó a Andrea en la frente, acarició en la cabeza a los niños, le sonrió a su perro y se desvaneció entre las páginas de un libro.
Los días que siguieron se sucedieron sin tiempo. Los únicos indicios de mensurabilidad entre un día y otro, eran aquel destello fugaz, y esos frágiles recortes de su vida, robados por un anónimo arte. Siempre a la misma hora… siempre en el mismo lugar.
Al día siguiente decidió que llegaría tarde a la oficina. Tomó el micro de las nueve y veinte y se procuró otro asiento. Veló su presencia entre las hojas de un periódico y aguardó el instante en que el transporte llegara hasta la siete. El semáforo estaba en verde y la velocidad no menguó. No obstante, el flash, resplandeció sobre su perfil de hastío.
No comprendía porqué, la muchacha de los jeans irrumpía tan breve, pero intrometidamente en su vida, en su privacidad sin nodos ni sustancia.
Camino de regreso dispuso una caminata. Se dirigió hasta la avenida del semáforo y allí la vio. Fotografiando transeúntes y colectivos. Se enfureció, creyó que aquellas fotografías podían ser empleadas posteriormente contra su seguridad, imaginó secuestros y esas cosas, no obstante, decidió ocultarse y observar.
Algunas personas indignadas se acercaron a la joven pidiendo explicaciones. Con una mirada serena y una amplia, sensata sonrisa, ésta, vociferaba incrédulas disculpas y prometía hacer entrega de los originales a todo aquel que se lo demandara.
Serían unas ocho personas en total, cada una de los cuales, después de manifestarse con furia, desviaría su mirada y caminaría, instantes después, casi sin itinerario, transfigurándose lentamente en pisadas sin sentido, con fingida seguridad, con imprecisa confianza, con perceptible desamparo, cada cual con su indefensión brotando por los poros.
Juntó coraje, y, semanas más tarde, reclamó sus originales. La muchacha, pacíficamente, prometió entregárselos al día siguiente.
Daniel enmascaró su impaciencia. La chica de los jeans, le dio un sobre de papel madera, cerrado con un ganchito. Otras personas se acercaron igual que él, y recibieron sobres similares.
Se encaminó rápidamente hasta su casa, entró al comedor y lo abrió. Dentro del mismo, cerca de treinta papeles fotográficos ofrecían una imagen en blanco, recortada en 10 x 15.
Impávidamente, la nada, golpeó violenta en sus narices.

sábado, 31 de enero de 2009

LA MUJER DEL MÉDICO (Ensayo sobre la ceguera, José de Saramago)

Menos mal que la pesadilla terminó. Aunque debería estar angustiada porque al juzgar por las apariencias soy la única en transitar solo el comienzo cuando los otros han llegado al fin.
Las apariencias fueron devastadoras en estos últimos tiempos. Menos mal que ya no estoy para verlas. ¡Tamaña ceguera la del ser humano que necesita “ver” las apariencias para llegar a la conclusión de sus miserias! Siempre hay una mujer con conjuntivitis que se apoya en nosotras, como también hay un niño que pregunta por su mamá y que también es víctima de esta alborea calma. Siempre está quien es especialista en determinada cosa o cuestión, y que llegado el caso es incapaz de resolverla cuando le toca en carne propia. Allí es donde descubrimos que las palabras y el conocimiento, la inteligencia, la capacidad intelectual no es nada cuando no se tiene sentido de la autocrítica, cuando no se conocen los senderos por los que se camina, cuando se necesita caminar con un bastón ( a veces, una mujer… o más de una), cuando la lógica se ve eclipsada por la sinrazón de los fracasos imprevistos y no hay ojos para ver los errores ajenos (solo los propios) ni para consultar los libros. No esperábamos este desastre. Sólo nos encontramos un día (en un comienzo solos el y yo… después se sumaron los demás) frente a la cruel realidad intangible, inimaginable, casi podría decirse ilegible, de encontrarnos ciegos. Quise acompañarte pero no pude dejar de ver. Fui tu guía, y hasta pude verte con ella. A fuerza de estar ciegos también creyeron que no serían vistos, pero si hubo un sentido que no perdí fue el de la vista… y el de la intuición. Pude comprenderte sin embargo. De alguna u otra forma estabas frente a un par.Aunque no obstante necesitaste de mis ojos para seguir adelante. ¡No te imaginas las cosas que tuve que ver! Sabías que ambas (como todas) habíamos sido ultrajadas. También sabías que había sido yo quien le había dado muerte a quien solo pudo ver nuestros cuerpos como objeto de deseo, como un estandarte de su poder fálico. Muchos hombres solo pueden ver a través de su sexo, y no escapaste a la regla. Te conduje hasta aquí. De todos modos estuve allí para sostenerte y sostener hasta quienes quisieron ocupar mi lugar. Cuando solo el perro de las lágrimas podía ver mi tristeza, podía ver mis lágrimas, podía verme a mí, traté de estar firme para sostenerlos.Tal vez mis ojos exhaustos no resistieron tanta oscuridad. No siempre estar ciego implica estar en la oscuridad, tal vez por eso sus cegueras fueron blancas. La oscuridad estaba afuera, contrastando con lo que entonces era la esa lechosa realidad de muchos. Ahora ya no ves por mí. Ahora tus ojos te muestran lo que antes pude ver. Pero estás ciego de otro modo, y yo puedo al fin disfrutar de esta nueva forma de vida. Puedo ver por otros ojos. Dejarme conducir con la tranquilidad de quien pisa sobre seguro porque se siente acompañado y retribuido, estar al margen de tanta desesperación, de tanta responsabilidad y dejarme llevar por la ciudad (la vida, como lo fue anteriormente el hospital… ese laberinto en llamas en el que fui Ariadna ovillando con sus ojos la salida del infierno), guiada por esta cándida manera de conducirme con su heroico y sencillo modo de mirar.