sábado, 21 de junio de 2014

Principio de preeminencia

En San Brasero hay un manantial. Un manantial de vida. A veces baja veloz y caudaloso, otras veces es sólo un hilito que casi se corta.
En largos períodos pudimos notarlo al borde del estiaje. Los habitantes de San Brasero transitamos a menudo por allí; sobre todo cuando tenemos duda con respecto a alguna perspectiva sobre nuestro paso por el infinito. Supongo que imaginarán las peregrinaciones que se suceden a ordinario por estos lares.
Anacoretas, culpógenos, individualidades que temen a los hados, y hasta hay quienes rebosantes de salud y energía, llegan a nuestra aldea solo para llevarse un poco más de “agua de vida”, motivados por la más humilde de las avaricias.
Otros, van sólo por caridad. Juntan agua y se la llevan a los más necesitados. Nunca supimos si la piedad era sincera, o era una máscara para aparentar que en verdad les importa algo, que jamás ha de importarles, ni le importará. De todos modos, ese no es el tema de este relato. No nos importa en absoluto la filantropía, ni la pretensión, ni las expiaciones ni las autocondenas. Sólo nos importa San Brasero.
Sabemos que el manantial es un imponente encanto turístico.
Algunos vecinos temen que si el cauce deja de correr algún día, sucumbiremos todos al instante. Pero no deja de ser una superstición basada en lo que no puede probarse científicamente.
Aunque a decir verdad, tampoco ha sido demostrado científicamente que el manantial sea taxativamente un manantial de vida.
Sólo sabemos que había un cartel en el pueblo que así ya lo denotaba, desde tiempos inmemoriales, desde la fundación de San Brasero quizás, o tal vez antes...
Nosotros (los que no tememos al holocausto), creemos que la manumisión del pueblo reside en ese manantial. Hay quienes nos tildan de optimistas. También los hay, que nos acusan de oportunistas.
Nosotros pregustamos la inmortalidad de la existencia. Confiamos y nos aventuramos a ella. Nos atragantamos con el agua del manantial. Lo bebemos sin miedo, sin prisa, sin pausa, y a veces, hasta casi sin agua. Y aquí estamos... aguardando confiadamente en el futuro.
Pero ocurre también, que desde la villa de enfrente, y también desde tiempos antediluvianos – dicen algunos – coexiste también, una vertiente de la muerte. Paradójicamente compite con nosotros en cuanto a lo que a turismo respecta.
Es increíble ver llegar los colectivos repletos de suicidas, de gente que lleva agua para ofrecerle con “cara de buenas intenciones” a sus peores enemigos - so pretexto de que es agua del manantial de San Brasero- , médicos que pretenden deshacerse de la responsabilidad de cierta mala praxis y requieren del agua para que parezca una muerte natural, camaradas de la eutanasia, resentidos, vengadores anónimos y con nombre (con documentación falsa, claro está) asesinos seriales, y sicarios por doquier.
Quienes desconocen la existencia de la vertiente, bien pueden ingenuamente beber de esta agua, y morir en la más impecable de las necedades.
Pero nos ha ocurrido ayer, que alguien tuvo en cuenta el principio de la preeminencia, y quiso obtener con su idea, la jerarquía que otorga el poder de las mentes poco brillantes, pero que tienen el don de que se les aparezca LA idea en el momento justo. Entonces el forastero (quien no era habitante de ninguno de los dos pueblos), no tuvo la mejor idea que juntar agua de ambas vertientes en centenares de bidones, y venderla a muy alto precio a escasos metros antes de la entrada de la única carretera que conduce hasta aquí.
Fue entonces cuando (sin contar el secreto que contenían los recipientes), nos arrebató todo el turismo, se adineró hasta la posteridad de sus restos óseos y obtuvo ventajas, triunfos, y loores de superioridad.
Una joven pelirroja se cruzó esa mañana, y lo flechó hasta la médula. Se enamoró al instante. Estuvo a punto de confesarle su timo, pero no se animó, justificándose en la indiscutible incertidumbre de la joven, quien compró un bidón en medio de una carretera, sin preguntar siquiera qué contenía, ni para qué servía.
Al fin y al cabo, quienes vienen hasta San Brasero saben qué buscan, y quienes se cruzan hasta la villa, también.
El embaucador guardó entonces un silencio cerebral (aunque temía por lo que pudiera ocurrirle a la bermeja) y dejó que ésta, bebiera del pico de la botella con las aguas combinadas.
La dama esperó entonces, el resultado de algún cambio radical (aunque más no sea, la saciedad de su incipiente sed). El hombre esperó entonces, cierta retribución por parte de ella, esperando dentro suyo, que se produjera con su “invento”, algún cambio fructuoso.
Lo cierto es que nada sucedió. Ella no estaba en San Brasero, ni en la villa contraria. El agua de la botella era una combinación de ambas, y el azar se mantuvo quietito en el cero exacto de su aguja marcadora de sucesos, porque – y como era de esperar – nada podía suceder.
El hombre encontró agotados los recursos de su inteligencia, pero vigorizados los de su corazón, y decidió sincerarse con la dama taheña.
Ella no esperaba nada de él. Ni del viaje. Ni del agua. Ni de la vida. Ni de la muerte. Y se marchó, sin darle la más mínima importancia a las palabras de aquél desconocido.
Se fue en el sentido opuesto en el que había venido, sin más vida que muerte, sin más maldad que bondad, sin más que el equilibrio que la había conducido hasta el lugar en donde un simulador enamorado, arrepentido, quiso abusar de la confusión de quienes –como ella- nada esperaban ya de él, ni de ningún extraño; de quienes nada esperan de la vida ni de la muerte.
Por supuesto que nada ha cambiado en la vida de los habitantes de San Brasero desde esta mañana, ni en la de los residentes de la villa aledaña. Seguimos contando con las mismas procesiones e ingresos económicos que promueve el turismo. Sólo nos arrebató las abundantísimas ganancias de la mañana.
Desde entonces todo ha continuado con la más absoluta de las normalidades para nosotros, para los colindantes, para la muchacha del pelo carmesí, y para el resto de la humanidad.
Para el único que cambió algo, fue para aquél extraño hombre, quien quedó sin vender más agua por el resto de aquel día, y el cual - según vaticinan los oráculos de San Brasero - habrá de quedar encallado hasta el fin de sus días, rojas sus pupilas de tanto recuerdo, rojo su corazón de tanto desconsuelo, y húmedos sus ojos, contenedores del germen de una lágrima, sin esperanza.