jueves, 3 de julio de 2025

El país de los nombres líquidos

En el corazón de un continente olvidado por los mapas, existía un país que no salía en los atlas ni en los GPS. Lo llamaban Nombraria, aunque nadie sabía si ese era su nombre real, porque allí nada tenía un nombre fijo.

La particularidad más asombrosa de Nombraria era que cada dos horas, todos los habitantes recibían un nombre nuevo. A las ocho de la mañana, por ejemplo, la panadera se llamaba Clarisa. A las diez, se convertía en Zulema. A las doce, en Rosario, y así hasta dormir como Lía o Martirio, según el día.

Nadie sabía exactamente por qué ocurría. Algunos decían que era un castigo de los dioses por haber nombrado mal al primer árbol. Otros, que un sabio brujo había lanzado un hechizo para que las palabras no pesaran tanto. Lo cierto era que, desde hacía siglos, los nombres eran líquidos, como el agua: no se podían agarrar.

La gente vivía con cuadernos, pizarras o pulseras electrónicas donde iban anotando los nombres del día. Las madres se confundían al llamar a sus hijos, los maestros tenían listas nuevas cada dos horas, y los enamorados... los enamorados sufrían lo indecible.

—¿Cómo amar a alguien cuyo nombre se escapa como el humo? —decía Ivo, o Elías, o Talco, según el momento. Él estaba enamorado de una muchacha que, a las seis de la tarde, se llamaba Alma, y a las ocho, se llamaba Furia.

El problema era que ella no lo recordaba. O quizás sí, pero bajo otro nombre. En Nombraria, la memoria no servía si no iba acompañada de atención constante. Olvidar el nuevo nombre de alguien era visto como una falta de respeto, una forma de borrarlo.

Por eso, algunos se esforzaban tanto en recordar que terminaban agotados. Otros, en cambio, decidían vivir al margen: no nombraban a nadie, solo miraban, sonreían y hacían gestos. Eran los silenciosos, los únicos que no sufrían cuando alguien olvidaba cómo llamarlos.

Un día, sin saber cómo, Ivo decidió resistir. Escribió todos los nombres que ella había tenido. Los anotó en servilletas, en los márgenes de los libros, en el vidrio empañado del colectivo. Y al verlos juntos, en una lista interminable, entendió algo: no la amaba por su nombre, sino por lo que se mantenía igual debajo de todos ellos.

Esa tarde, se acercó a ella —que en ese momento se llamaba Amapola— y le dijo:

—Te busqué en todos tus nombres. No sé cómo llamarte ahora, pero sé que sos vos.

Ella lo miró con una mezcla de miedo y ternura.

—¿Y si mañana ya no me recordás?

—Entonces empezaré de nuevo. Porque recordarte es como respirar. No es un esfuerzo. Es mi forma de estar vivo.

Esa noche, por primera vez en siglos, sus nombres no cambiaron. Ivo siguió siendo Ivo, y ella, Alma.

El rumor se esparció como fuego en pastizal seco: dos personas habían permanecido con el mismo nombre por más de dos horas. Algunos lo creyeron un milagro, otros una rebelión. Desde entonces, en Nombraria se dice que si alguien te nombra con amor verdadero, el nombre se queda. Como una raíz. Como una promesa.

Y quizás sea cierto. Porque desde ese día, muchos empezaron a memorizar nombres no por obligación, sino por afecto. A recordarlos con la fuerza del corazón.

Así, poco a poco, el país de los nombres líquidos empezó a secarse... para convertirse en el país de los nombres elegidos.