miércoles, 29 de abril de 2009

RETRATO


Mientras Mayo deshojaba sus recuerdos haciendo trizas el pasado, Daniel caminaba autómata por esas calles tantas veces recorridas.
Deshilvanado de intenciones, resquebrajado en la memoria, y con un presente gélido en su mente, solo conseguía dar pasos muy pequeños y descoordinados.
La plaza en la que había transcurrido su infancia no invocaba ya ninguna imagen. La escuela, la casa de Luis, la de Andrea cuando vivía aún con sus padres…Nada, ya nada desenterraba su añejo y gastado interés.
El peso se adueñaba de sus hombros, de sus párpados. Se manejaba con omitida mirada, con cierto andar enlutado.
El futuro sin horizonte, el tiempo agrietándose en sus hacinados años, en su eterna dilación de un eterno pasado con prórroga hasta el día de mañana.
Con esa amnesia de futuro subió al taxi. Dijo en voz muy baja, (como si quisiera que el chofer lo condujera hacia una dirección equivocada) que quería que lo llevara hasta la estación del ferrocarril. Lo dijo en voz tan baja que el conductor debió preguntárselo una vez más.
A pocos metros, sobre la siete a la altura de plaza Olazábal, el semáforo encendió su luz amarilla, y en ese instante, desde la vereda de enfrente, sintió el destello de una cámara fotográfica. El encandilamiento lo cegó unos segundos. Los suficientes como para que la luz roja le permitiera ver, entre los resabios de blancura, a aquella joven de jeans gastados que fotografiaba incesantemente su rostro.
Aquella verde irrupción frustró abruptamente su curiosidad. El taxi prosiguió su marcha y a las pocas cuadras lo desalojó en el punto de llegada.
Caminó unos metros y subió al tren. Marchó hasta el trabajo encandilado por el hito en su retina, por la mella en su destino.
Horas más tarde volvía de la oficina, entumecido, ensimismado, con un enorme cansancio. Subió al colectivo que lo llevaría hasta su casa y se derrumbó sobre el segundo asiento, del lado de la ventana.
Casi adormecido despertó con el flash sobre su rostro. Insólitamente lo sorprendió la misma esquina, la misma muchacha, los mismos jeans.
Aquel fulgor lo perturbó. Había vivido todos estos años monótonamente arrebujado, enquistado en el regazo maternal de su timadora vida, infeliz pero guarecido de las bifurcaciones del azar.
Entró a su casa con sólidos pasos, como si quisiera anunciar ante todos su presencia. Siguió hasta la cocina con fingida seguridad, con imprecisa confianza, con perceptible desamparo, con su indefensión brotándole por los poros.
Besó a Andrea en la frente, acarició en la cabeza a los niños, le sonrió a su perro y se desvaneció entre las páginas de un libro.
Los días que siguieron se sucedieron sin tiempo. Los únicos indicios de mensurabilidad entre un día y otro, eran aquel destello fugaz, y esos frágiles recortes de su vida, robados por un anónimo arte. Siempre a la misma hora… siempre en el mismo lugar.
Al día siguiente decidió que llegaría tarde a la oficina. Tomó el micro de las nueve y veinte y se procuró otro asiento. Veló su presencia entre las hojas de un periódico y aguardó el instante en que el transporte llegara hasta la siete. El semáforo estaba en verde y la velocidad no menguó. No obstante, el flash, resplandeció sobre su perfil de hastío.
No comprendía porqué, la muchacha de los jeans irrumpía tan breve, pero intrometidamente en su vida, en su privacidad sin nodos ni sustancia.
Camino de regreso dispuso una caminata. Se dirigió hasta la avenida del semáforo y allí la vio. Fotografiando transeúntes y colectivos. Se enfureció, creyó que aquellas fotografías podían ser empleadas posteriormente contra su seguridad, imaginó secuestros y esas cosas, no obstante, decidió ocultarse y observar.
Algunas personas indignadas se acercaron a la joven pidiendo explicaciones. Con una mirada serena y una amplia, sensata sonrisa, ésta, vociferaba incrédulas disculpas y prometía hacer entrega de los originales a todo aquel que se lo demandara.
Serían unas ocho personas en total, cada una de los cuales, después de manifestarse con furia, desviaría su mirada y caminaría, instantes después, casi sin itinerario, transfigurándose lentamente en pisadas sin sentido, con fingida seguridad, con imprecisa confianza, con perceptible desamparo, cada cual con su indefensión brotando por los poros.
Juntó coraje, y, semanas más tarde, reclamó sus originales. La muchacha, pacíficamente, prometió entregárselos al día siguiente.
Daniel enmascaró su impaciencia. La chica de los jeans, le dio un sobre de papel madera, cerrado con un ganchito. Otras personas se acercaron igual que él, y recibieron sobres similares.
Se encaminó rápidamente hasta su casa, entró al comedor y lo abrió. Dentro del mismo, cerca de treinta papeles fotográficos ofrecían una imagen en blanco, recortada en 10 x 15.
Impávidamente, la nada, golpeó violenta en sus narices.