viernes, 24 de febrero de 2012

Contracara (Cartas IV)


El hijo recordó las sabias palabras de su padre y las llevó para siempre guardadas en el corazón. Un consejo a tiempo siempre es bien recibido, y aunque aún no comprendía para qué habrían de serle útiles, no dudó en atesorarlas.
Viajó con rumbo desconocido al quedar huérfano de lazos y conoció todo le que le hubo sido necesario para formar su temple.
Una vez que el tiempo le devolvió la sonrisa y las ganas de formar proyectos, entonces sentenció:
-Quiero ser yo quien cargue con la cruz.
Creyó, que era una meta inalcanzable; pero la meta lo alcanzó a él.
Se topó por el camino con querellas y querellantes inflexibles, y con su estandarte al frente combatió contra toda posible resquebrajadura del destino.
Como si los molinos de viento y los caballos cansados le resultaran poca cosa continuó adelante e intentó disuadir a los detractores de la vida y de la esclavitud hacinada en paquetitos de guardar. Pretendió ponerle cepos a la autodestrucción ajena y mantener a quien pudiera a salvo de la inefable muerte que se vende en las esquinas, por el módico precio de veintiún gramos cada sobre. Pero de nada sirvieron sus buenas intenciones. Las cartas ya están jugadas de antemano y no pudo más que proseguir su marcha sin detenerse más de lo que le permitieron sus propias tentaciones.
Acompañó a la soledad, cantó en el silencio y escribió promesas en el aire (porque sabía que a toda clase de palabra se la lleva el viento y que la vida sólo se compone de hechos). Ni siquiera lo escrito tendrá jamás el peso, la contundencia de la incondicionalidad ante el paso del tiempo.
Intentó remendar su error, cada vez que se dio cuenta de que sin quererlo, había provocado tristeza, y cometió la más habitual de las vilezas humanas manteniendo el silencio cuando (pudiendo poner la otra mejilla), decidió mantener la frente en alto y salvaguardar su ego.
Luchaba por ser mejor y a veces lo conseguía, aunque otras tantas (la mayoría de las veces) la realidad se le escurría entre los dedos y caía en la cuenta de que todo era un engaño que se fabricaba a sí mismo para no convencerse de su mediocridad.
El camino recorrido nunca le era suficiente. Paradójicamente al camino tampoco le bastaba con saber que él lo estaba transitando y se satisfacía en exigirle siempre un poco más.
Entonces apareció ella. Los rodeos no cuadran cuando debe hablar el corazón. Pensó que era hora de deleitarse en lo bello para perfeccionar su alma, y la besó.
Cuando menos lo esperaba se encontró haciendo el bien sin proponérselo. Siempre que así lo deseó también hizo sufrir con intención. Le resultó imposible reconciliarse con su naturaleza insensata. Ella supo cuándo era el momento exacto para retribuir el último beso. Juntos desandaron el camino.
Peregrinaron junto a su féretro algunos de los que habían recibido sus buenos actos, y paradójicamente otros que habían sido víctima de su costado humano. Algunos alcanzaron a comprender que aunque tuviera aspiraciones beatíficas había quedado inconclusa su imperfectísima misión. Su trazo se deshilvanó cargando cruces ajenas y no mirándose al espejo. Difícil fue el segundo en el que el beso le escupió en la cara tamaña desvergüenza.

miércoles, 22 de febrero de 2012

El género de la tristeza.


La conocí poco después de la vuelta de mis vacaciones por Mendoza. Cuando llegué a mi ciudad natal, un incidente me llevó a levantar cargos en la comisaría de la mujer, y allí delante de mí estaba una muchacha como de mi edad.
No parecía triste, preocupada, ni con daños físicos. Era rubia, excesivamente flaca y joven, pero de esa juventud que denota en el rostro que los años pasaron dejando una huella, y no han caminado precisamente de puntillas para llevarla de la mano y acurrucarla en su regazo.
La mujer que atendía en la oficina principal le dijo que si pensaba denunciar una agresión debería dirigirse al hospital más cercano en el cual la examinarían y una vez extendido el certificado que acreditara el motivo de su denuncia recién podría levantar cargos contra su agresor.
Lo cierto es que la joven parecía extraviada, y al dirigirme una mirada de auxilio (según pude interpretar en la impasibilidad de su rostro) me ofrecí a acompañarla. Sus gestos no dejaban entrever ninguna sensación. No tenía cara de angustia, ni de ningún otro sentimiento. Sólo había algo en su mirada que no me pude explicar (al menos en ese momento).
Pedimos un taxi hasta el hospital Rossi.
Mi compañera de viaje guardó un absoluto silencio durante todo el trayecto y me pareció que de alguna manera me dirigía un tímido “gracias”. En el vistazo oculto tras su cabello debilitado (quizás también por la misma vida que le robó la expresión del rostro), pude sentir que toda ella era presa de una suerte de miedo inexplicable (En el momento me era imposible expresar lo poco que ella me dejaba conocer sobre su historia; pero más tarde supe que no era la sería la única en no encontrar las palabras) Nos bajamos del taxi, descendimos las escaleras para llegar hasta la guardia y esperamos para que la atiendan.
Casi cuando estábamos acercándonos a la ventanilla donde se dejan sentados los datos, me pidió que fuera testigo de las marcas que “él” le había dejado.
Le comenté que no hacía falta que hubiera testigos, puesto que el certificado de por sí daba validez a su declaración. Además – pensé- yo no había estado en el momento en el que ella había sufrido la agresión; por lo tanto era falaz todo testimonio que pudiera ofrecer. Ella negó con un movimiento de cabeza y me pidió insistentemente que la acompañe.
Sin comprender demasiado en qué me estaba involucrando, dije que sí casi por inercia y me quedé a su lado.
Desde la guardia nos llamaron. Al entrar al consultorio, el médico preguntó el nombre de mi compañera. Allí me enteré de que se llamaba María Natalia. El profesional preguntó entonces qué dolor padecía, o más precisamente cuál era el motivo de su consulta.
María dijo entonces que había sido derivada desde la comisaría de la mujer para que quedara una constancia de los daños que “él” le había ocasionado, y así poder realizarle una denuncia.
No dio mayores explicaciones. Se negó a hablar. El doctor sin comprender demasiado le examinó el torso, luego la espalda, las piernas... La revisó íntegramente, pero no encontró ninguna marca reciente. Su cuerpo estaba ileso.
Sin comprender, el médico y yo nos involucrábamos tácitamente en una misma pregunta. ¿De qué se lo acusaba a “él”?
El especialista explicó entonces a María que no encontraba motivos para extender un certificado, y que tampoco podría hacerlo en caso de que ella no revelara ningún dato que pudiera salvaguardar de aquí en más su integridad, y protegerla de aquello que tanto la perturbaba.
María explicó entonces que ya había pasado por esta situación varias veces, y que había sido derivada a varios doctores, (inclusive algunos que se dedicaban específicamente al área de salud mental), pero que nadie había podido ayudarla.
El médico de guardia se mostró un poco más interesado en el caso. Era muy joven y estaba evidentemente recién recibido. Esta situación le resultaba todo un desafío, por el simple (¿simple?) hecho de saber que con su intervención podría prevenir daños. Sintió que su título profesional lo habilitaba para mucho más que extender una receta para medicamentos, diagnosticar, y corroborar “el lugar en donde duele”.
Entonces María confesó que le preocupaba que “él” la hiciera llorar.
En el triángulo que conformábamos, sólo una mirada quedó excluida y era la de la víctima, quien viró vergonzosamente su rostro hacia abajo.
No terminábamos de comprender el motivo por el cual “él” produciría su tristeza. El médico no pudo más que preguntar. Entonces María sacó una foto de “él” y rompió en un inconsolable mar de lágrimas. Se armó un silencio absoluto. Era evidente que “él” provocaba en ella un bloqueo profundo en su capacidad de expresión y que algo estaría haciéndole a la pobre muchacha coma para dejarla atónita, en el más absoluto mutismo. Algo grave habría de sucederle como para que una mera fotografía la sumergiera irreductiblemente en el desconsuelo.
Casi como si le hablara a una niña, el médico preguntó si “él” le pegaba, la maltrataba verbalmente, sexualmente, si la extorsionaba... María negó con un gesto y poco a poco, se fue calmando mientras guardaba la fotografía. El especialista pidió entonces a la paciente que explicara qué era lo que “él” hacía para desatar su llanto.
María explicó que hacía cinco años que estaba con Javier, y que “él” era el hombre más amable y compañero que jamás había tenido a su lado. Mientras tanto volvió a sacar la fotografía y se deshizo en llanto con solo mirarla un breve instante.
El médico (no sé si al borde de perder los estribos o en un impulso de necesidad de oxígeno) salió del consultorio y fue en búsqueda de algo que desconozco, dejándome sola frente a la situación.
Cuando quedamos las dos pregunté por qué me había pedido que le sirviera de testigo, y qué era lo que ella necesitaba que yo atestiguase.
- Mi llanto- contestó.“Él” me hace llorar. Con sólo verlo no puedo parar de llorar.
- No comprendo, contesté. Dijiste que era amable, compañero... ¿Estás ocultando algo? ¿Hay algo que quieras decirme que no puedas contar o que hayas sentido pudor como para confesarlo delante de un médico varón?
- No.- contestó con seguridad María. Sólo necesito que alguien vea que con solo verlo lloro, y que si bien lo amo, me es prácticamente imposible estar a su lado.
- ¿Por qué quieres denunciarlo?, pregunté.
- Porque me hace daño. ¿O no está claro? Necesito que alguien lo obligue a alejarse de mí. Me hace daño ¿no entendés?
Debo confesar que no me quedaban dudas de que “él” le hacía daño ( al parecer psicológico), pero que no había en apariencia motivos para involucrarlo en una denuncia policial, puesto que no le estaba haciendo nada.
- ¿Qué es lo que “él” hace, y que provoca tu llanto?, me animé a preguntar.
- “Él” sólo ES. Contestó mi compañera, como si el simple (o complejo) hecho de SER (y sin saber qué ERA) Javier me diera demasiados indicios.
- ¿“El”... ES?, respondí ¿ES qué?
- Sólo eso. Javier ES, y con el simple hecho de SER me hace mucho daño.

Me marché dando un portazo, sintiendo que había llegado hasta allí con la ilusión de ayudar a una muchacha que si no estaba loca, estaba al borde de serlo, y en caso contrario era dueña de una cordura que rebasaba mi discernimiento. Nunca supe si el médico regresó a su lado, si pudo realizar la denuncia, o qué fue de aquella noche para la gente que había quedado sepultada para mí, detrás del ruido de mi portazo inexorable. Muchos años después comprendí.
Una noticia en un canal de televisión anunció con todo el ruido de la prensa en casos que provocan morbo social, que comenzaría el juicio oral y público a un violador serial. Junto con el informe que brindaba el periodista que cubría el caso, se exhibía la foto del acusado. Al leer en los subtítulos que entre las víctimas se hallaba María, me fue imposible no evocar el recuerdo de aquella noche. La fotografía del preso me hizo pensar que Javier había estado abusando sexualmente de María durante esos ocho años, pero un instante después descubrí que el hombre que mostraban en la televisión no era el mismo hombre de la foto que ella guardaba en su bolsillo. Para el mayor de mis desconciertos, los periodistas anunciaban que “Hugo” era el nombre de quien habría consumado el hecho y que estaría preso desde hace siete años, por lo tanto deduje que Javier estaba con María desde un año antes del episodio que tuvieron la desgracia de vivenciar. Sólo entonces comprendí que María revivía cada instante, al ver a Javier, aquello que éste no podría nunca dejar de SER.