jueves, 15 de octubre de 2009

LO SIGNIFICANTE


Andando y desandando despóticos caminos, fue como llegó hasta allí.
Enajenado luego de tan larga travesía, traía los cabellos revueltos, y unas lagrimitas de un añil rocío despuntando en el horizonte de su mirada.
Descendió, vacilante, adormecido y asustado, del tren que lo dejó en la estación principal.
Desprovisto de fogueos, y más nutrido del “ensayo- error” que de paternales consejos, aprovisionado de una curiosa espontaneidad casi Adánica, caminó absorto por las calles.
Huérfano hasta de creador, su mayor virtud, era y seguiría siendo su capacidad de asombro.
Hambriento y desharrapado, miraba inocentemente a los adultos que se dirigían presurosos, camino a sus ocupaciones cotidianas.
Tan inadvertida era su presencia, como nunca antes lo había sido en otros lugares.
Estaba acostumbrado a ser centro de atención (como todo chico), pero esta vez, la consideración que necesitaba había quedado arrumbada en los viejos tiempos…pero ¿Qué tan viejos tiempos podía poseer con tan corta edad?
Era evidente que la vejez del tiempo no se correspondía con la de los años, y si bien era aún un niño, algún germen muy arcaico anidaba en su interior.
Una señora le dirigió una mirada veloz al pasar, pero siguió su camino sin detenerse.
Un policía sonrió, mientras le desparramaba los rulitos dorados con una caricia casi, casi podría decirse “afectuosa”.
Un vagabundo le ofreció un trozo de pan, y un loco con un libro que estaba sentado en un banco, le habló del destino en términos que él jamás comprendería, (quizás, por ser tan niño, quizás por no estar loco, o porque a esa edad el futuro, es algo en lo que no se nos ocurre pensar).
Como aquellos adultos que pasaban raudos a su lado, sin reaccionar por él, ni por nada más, (quizás por no estar locos, tal vez por no estar cuerdos, o porque a esa edad, la infancia es algo sobre lo cual ya nadie se atreve a repensar), caminaba autómata por la estación.
Es increíble cómo algunos adultos confían en que el destino del otro es algo que ya está escrito, y a fuerza de esa convicción no se detienen a reparar en lo que podrían modificar, si al menos se demoraran un instante.
Unos niños se acercaron con intención de robarle la vestimenta que llevaba puesta.
El loco del libro, seguía murmurando vocablos indescifrables, a los cuales todos estaban ya acostumbrados. Palabras que quedaron rápidamente en el olvido. (Tan rápidamente como puedan quedar, a esa edad, el olvido y las palabras).
Los niños preguntaron de qué estaba disfrazado, pero él tampoco comprendió el significado de la palabra disfraz. Parecía como si nunca hubiera tenido infancia, o paradójicamente, como fuera el dueño por excelencia de aquél maravilloso sustantivo.
Calladito y con diáfana naturalidad, se dejó conducir por sus nuevos amigos hasta la casa de uno de ellos.
La vivienda era acogedora, pequeña, decorada con objetos y colores cálidos y sin demasiados elementos de valor; en definitiva, un lugar en donde daba placer estar a pesar de su sencillez.
Al entrar, había una estrecha habitación que poseía un único amoblamiento: Un sillón.
El niño preguntó:
- ¿De quién es ese sillón?
- De cualquiera que lo desee,- contestaron los demás.
- ¿Y la estrellita plateada en el medio? ¿Para qué sirve?
- Es tu estrella de la guarda, la que te guiará en el camino, - sentenció Jacinto, el dueño de casa-. Sólo tienes que desearla.
- Pero yo no quiero la estrellita, solo quiero el sillón para llevármelo conmigo al lugar de donde vengo.
- Pues bien, sólo puede llevárselo aquel que se siente en él,- contestó el hermano de Jacinto.

Dejándose convencer por los argumentos, arrebujado en el sillón, los miró aletargado y mientras sus párpados caían pesadamente, Jacinto y los otros lo desvestían temerosos de ser descubiertos.
Huyeron luego de quitarle sus botas, capa, espada y cinturón.
En tanto aquél, ya casi sin poder resistir el convite del sueño, pudo ver cómo se iban desdibujando lentamente de su memoria, su rosa, el zorro, el cordero, y la hierba; mientras escuchaba, allá a lo lejos y aún sin comprender, al loco de la estación, quien le leía el comienzo de un cuento, escrito en un viejo libro de páginas gastadas, que comenzaba diciendo algo así como: “En casa de Jacinto, hay un sillón para morirse”.




Basado en “Propiedades de un sillón”, de Julio Cortázar