domingo, 26 de enero de 2014

LA FLOR DE HARINA



El errabundo golpeó las manos en la posada azul.
Extenuado de caminar, con los pies marchitos, el cuerpo calcinado por el sol, los ojos flagrantes, la mirada cansina, algunas llagas en el alma y el espíritu endeble. Sonrió con sus últimas fuerzas cuando la puerta fue abierta.
Pudo obtener una ducha caliente, reconfortante, reconstituyente. Luego una buena cama, para descansar de la dilatada senda.
Nadie preguntó cuál era su procedencia, ni por qué había recorrido tantos kilómetros, ni cuál era el motivo de su llegada al pueblo.
Parecía darse por sentado que la posada azul era el destino, y el punto que estimuló la osadía era incierto, desvanecido, al menos arcaico, e ignoto... pero ...¿por quién? Quizás por el mismo viajante. El buscador...
Nadie reparó en su llegada en aquel pueblo. Nadie dijo nada. Ni hacia él, ni por él. No sedimentaron su mirada en él, más que lo que dura el interés por aquello que es imposible de ver, de percibir, fuera de sí mismos.
Es curioso observar cómo la soledad se acrecienta en los grupos de personas. Cuanto más extraño sea el peregrino que se acerca y cuanta más curiosidad debiera despertar, más abdica su existencia. Paradoja del destino aquel, quien pudiendo volvernos visibles ante la mirada de los semejantes, no hace más que intensificar lo desacorde, para mantenernos en aquél camino de lo insondeable.
El caminante irrumpió en llanto, contrito ante la miserable actitud de los lugareños; pero llegó a conjeturar que sólo el paisaje cambia, aunque “lugareños haya en todos los lugares”
Hasta que una joven se acercó y le proporcionó una flor de harina. El mejor de los platos que podría ofrecérsele a un peregrino. Una joven. ESA joven... Y se marchó.
Aquella fue quizás su ofrenda. La que él nunca olvidaría. La que ella otorgó por mera cortesía, la habitual, la de las costumbres y la educación bien adquirida, la que comienza desde el hogar.
La que sació su soledad por un instante; pero no su hambre.
_”Mujer virtuosa, le dijo. No todos los que ven tus obras ven tus virtudes.”
Ya era demasiado tarde. Ella no escuchó. Como nadie escuchó. Ella tampoco preguntó. Como todos. La única diferencia es lo que ofrendó.
Con el tiempo llegaron los buenos tiempos. Nadie sabe si con la virtuosa “joven de la flor de harina” a su lado; o con su recuerdo a cuestas, como una alforja más (una añeja provisión para convalecer sus angustias),
Le sucedieron épocas de éxtasis, de gozo puro, de satisfacción, de contento moral. Honra y suerte de su lado prosiguieron para su ventura. Nadie recuerda (no al menos, este simple cronista que estuvo allí durante aquellos tiempo) si estuvo rodeado de alguien más. Sólo puede atestiguar que pudo renacer tras la cuantiosa búsqueda, la entrega desinteresada de la mujer de la flor. Y que alcanzó el íntimo regocijo, y hasta promulgó su fiesta interior.
Años más tarde nuevas mundologías le fueron concedidas por algún extraño Dios, un Dios piadoso.
Muchos, por entonces, le ofrecieron su adoración, su devoción, a cambio de sus enseñanzas. Todo lo que pudo decirles es:
-“ Apliquen su sagacidad para el bien; jamás prejuzguen a su prójimo, puesto que la animosidad es mala consejera.”
Algunos lo escucharon con verdadera atención, e hicieron de su palabra un dogma. Otros, sinceramente no lo comprendieron, pero en cambio, se comportaban como si así no fuera. Sólo una joven, pudo ESCUCHAR. Con la voz del alma. Una nueva ofrenda de harina como una flor. La que se ofrece solo cuando se percibe con la intuición de la memoria muerta,
Nada de eso le importó. Y un día emprendió un nuevo camino, abandonándolo todo, despojándose de todo... Entonces el errabundo golpeó las manos en la posada azul.
Extenuado de caminar, con los pies marchitos, el cuerpo calcinado por el sol, los ojos flagrantes, la mirada cansina, algunas llagas en el alma y el espíritu endeble. Sonrió con sus últimas fuerzas cuando la puerta fue abierta. Y prosiguió, como todos. Como tú, o como yo. Solos en el camino de la vida. Solo rodeados de seres que nos aman desde fuera, como nosotros jamás debemos amarnos por dentro. Porque la ofrenda de la flor de harina, es el mejor regalo que podemos hacernos al encontrarnos a destiempo con la vida, y mano a mano con el infortunio.