viernes, 2 de mayo de 2025

La soñadora



"La soñadora"

Mariela tenía un don insólito: podía soñar lo que quisiera. Cada noche, al cerrar los ojos, elegía su destino onírico como quien selecciona una película. Desde hacía meses, había encontrado refugio en un sueño recurrente: un viaje a Bahía Blanca.

Allí, un amable anfitrión —un hombre desconocido para ella en la vigilia— abría las puertas de su hogar con generosidad infinita. Preparaba comidas caseras humeantes, dejaba las estufas encendidas y mantenía la casa con una calidez que Mariela no encontraba en su departamento de soltera en la ciudad. También llegaban otros viajeros: un señor mayor, cordial y silencioso, que manejaba el auto que los llevaba desde algún punto impreciso hasta Bahía. Siempre sabía el camino.

Una madre bahiense y su hija de seis años solían acompañarlos. La mujer, cansada pero dulce, cuidaba de su madre postrada con paciencia infinita. La niña correteaba por los pasillos como si la casa fuera suya.

Y estaba él. El galán. Alto, simpático, lleno de frases seductoras y gestos protectores. Se parecía a esos actores de las novelas de la tarde, siempre al borde del drama. Era fácil quererlo… y fácil perderse con él.

Todo funcionaba en armonía. Cada noche era una nueva aventura: juegos de cartas, cenas interminables, confesiones junto al fuego. Hasta que una noche el sueño se desvió.

Mariela sintió que algo cambiaba. El control que siempre había tenido sobre el sueño se le escurría. Los personajes ya no respondían a sus decisiones. El galán y la madre soltera se miraron distinto. Comenzaron a pasar más tiempo juntos. Una noche desaparecieron.

Volvieron al día siguiente, con sonrisas cómplices. Ella, despeinada pero feliz. Él, más galán que nunca.

—Nos fuimos. Lo necesitábamos —dijo la mujer.

Mariela no supo cómo reaccionar. Era su sueño, su mundo, pero se estaba volviendo de todos.

Y ese día, en la vida real, Mariela faltó al trabajo. Se quedó toda la mañana limpiando la casa del anfitrión en su sueño, tratando de poner orden. Atendió a la madre postrada, cocinó para los demás, cubrió ausencias.

Cuando el grupo se reunió de nuevo, los miró con seriedad.

—No pueden hacer esto. Este lugar existe para que descansemos, para compartir. Si cada uno va a hacer la suya, se rompe.

El galán se encogió de hombros, sin perder la sonrisa.

—Me enamoré, Mariela. ¿Qué querés que haga? Soy un galán de telenovela. Está en mi naturaleza.

Ella bajó la mirada. Por primera vez, se preguntó si seguir soñando con Bahía Blanca valía la pena. Pero sabía que lo haría. Solo que, desde esa noche, el sueño ya no le pertenecía del todo.