"El último vals"
Lucía cumplía quince aquella noche de junio, y el salón brillaba como nunca antes. Las luces colgaban como estrellas artificiales, y los espejos devolvían una imagen perfecta: su vestido rosa pálido, los zapatos nuevos, el moño plateado en el cabello. Todo estaba listo. Todo, menos él.
Su padre había prometido que estaría allí. “No me lo pierdo por nada del mundo, mi princesa”, le dijo por teléfono, con esa voz gastada por los años y las excusas. Ella lo creyó. Porque a los quince aún se cree.
La música empezó, y las parejas comenzaron a formar el círculo. El maestro de ceremonias anunció: “El vals... con papá”.
Lucía se quedó sola, en el centro, las manos quietas, la mirada en la puerta. Silencio. Después, murmullos. Una amiga se acercó, pero Lucía no se movió. El vals comenzó sin ella.
La canción terminó, pero Lucía seguía allí, esperando.
Y así pasó el tiempo.
Primero dejó de hablar. Luego, ya no comía con los demás. Solo bailaba. Cada noche, cuando el reloj marcaba la hora exacta del vals, giraba sola en el salón vacío, con un vestido que ya no era rosa, sino gris del polvo y los años.
Dicen que si te acercás al viejo salón de fiestas, podés escuchar el eco de sus pasos, el roce suave de la tela girando, y una melodía lejana que no se ha detenido jamás.
Lucía aún baila. Siempre esperando. Porque a los quince aún se cree.