miércoles, 16 de abril de 2025

El último vals



"El último vals"

Lucía cumplía quince aquella noche de junio, y el salón brillaba como nunca antes. Las luces colgaban como estrellas artificiales, y los espejos devolvían una imagen perfecta: su vestido rosa pálido, los zapatos nuevos, el moño plateado en el cabello. Todo estaba listo. Todo, menos él.

Su padre había prometido que estaría allí. “No me lo pierdo por nada del mundo, mi princesa”, le dijo por teléfono, con esa voz gastada por los años y las excusas. Ella lo creyó. Porque a los quince aún se cree.

La música empezó, y las parejas comenzaron a formar el círculo. El maestro de ceremonias anunció: “El vals... con papá”.

Lucía se quedó sola, en el centro, las manos quietas, la mirada en la puerta. Silencio. Después, murmullos. Una amiga se acercó, pero Lucía no se movió. El vals comenzó sin ella.

La canción terminó, pero Lucía seguía allí, esperando.

Y así pasó el tiempo.

Primero dejó de hablar. Luego, ya no comía con los demás. Solo bailaba. Cada noche, cuando el reloj marcaba la hora exacta del vals, giraba sola en el salón vacío, con un vestido que ya no era rosa, sino gris del polvo y los años.

Dicen que si te acercás al viejo salón de fiestas, podés escuchar el eco de sus pasos, el roce suave de la tela girando, y una melodía lejana que no se ha detenido jamás.

Lucía aún baila. Siempre esperando. Porque a los quince aún se cree.




El imán


Dicen en el barrio de Santa Eulalia que en la portería del club Juventud juega un arquero que no es de este mundo. Su nombre es Esteban Galván, pero todos lo llaman “El Imán”.

Nadie sabe de dónde vino. Un día apareció en la cancha con unos guantes viejos, las medias caídas y una mirada que parecía arrastrar siglos. El técnico lo puso en el arco porque no había otro, y desde ese día, ninguna pelota volvió a besar la red.

Al principio, creyeron que era pura suerte. Después pensaron que era talento. Pero con el tiempo empezaron los rumores. Se decía que tenía un don: que las pelotas lo amaban. Que cada redonda que lo desafiaba en un penal terminaba girando en el aire como si dudara, y en el último segundo, cambiaba de dirección para meterse en sus guantes.

Los tiros libres más endiablados caían mansos en sus manos como si el viento les soplara a favor. Incluso un jugador uruguayo, que jugó en primera y pateaba como una catapulta, se le acercó después de un partido y le preguntó: “¿Cómo lo hacés, che?” Esteban solo le sonrió y le ofreció una mandarina.

Una tarde, durante la semifinal del torneo barrial, el cielo se cubrió de nubes moradas. El equipo rival trajo refuerzos de otro barrio: jugadores con nombres como “el Rifle”, “el Lince” y “la Fiera”. Estaban decididos a quebrar la racha. Diez veces patearon al arco. Diez veces la pelota, en pleno vuelo, hizo un quiebre absurdo, como si algo la arrastrara hacia los guantes de Esteban. Nadie entendía. Todos sospechaban.

Entonces el más viejo del barrio, Don Horacio, que siempre se sentaba al borde de la cancha con su sombrero de paja y su vaso de tinto, dijo bajito: “No es magia. Es un castigo.”

Y contó la historia que nadie conocía: Esteban fue un jugador prodigio en su juventud, que nunca fallaba un gol. Pero en la final de un torneo importante, quiso humillar al arquero rival pateando con displicencia. Erró. Y en ese mismo partido, su equipo perdió. Cuentan que una bruja que vendía empanadas lo vio burlarse y le lanzó una maldición: “De ahora en más, jamás volverás a meter un gol. Pero las pelotas te seguirán. Siempre.”

Desde entonces, dicen, cada pelota que vuela en dirección a un arco siente una atracción extraña si Esteban está del otro lado. No porque sea arquero. Sino porque es su destino.

El Juventud, por supuesto, nunca perdió un partido desde que lo tiene bajo los tres palos.

Pero Esteban nunca sonríe.

Porque en el fondo, todo lo que quería era meter un gol.

Romina Ponzio