Cada noche, justo antes de entregarse al sueño, ella apaga la luz grande del cuarto y deja encendida sólo la lámpara de mesa. La luz tibia proyecta sombras suaves en las paredes, como si el cuarto respirara con calma. Es en ese momento, en ese silencio blando, cuando él vuelve.
No siempre aparece igual. A veces es su voz riéndose con Les Luthiers, esa risa tan suya, como contenida, que siempre terminaba por contagiarla. Otras veces lo ve detrás de una cámara, enseñándole a mirar. “Esperá… ahora. Ahí está la foto.” Le enseñó a ver el mundo como si cada rincón pudiera ser una obra de arte. Le enseñó a detenerse, a esperar la luz justa, a observar los detalles que otros pasaban por alto.
Las imágenes vuelven como si fueran sueños que aún guardan aroma. Recuerda la tarde en que hablaron durante horas sobre música, sin rumbo, como se habla con quienes no necesitan reloj. Él tocaba discos como si fueran libros sagrados. Le hablaba de armonías como quien comparte un secreto. Le enseñó que una canción podía decir todo lo que a veces no sabían poner en palabras.
Pero también vienen los días oscuros. Esos en los que él se fue apagando sin quererlo. La enfermedad llegó como un ladrón, lento pero certero. Ella estuvo ahí, en cada silencio, en cada gesto. Le hablaba mientras él cerraba los ojos. A veces pensaba que ya no la escuchaba, pero cuando le hablaba de una melodía, de algún chiste viejo o de una foto que habían sacado juntos, él apretaba su mano. Apenas, pero suficiente.
Fue la primera vez que supo lo que era perder. Lo que era un dolor que no se termina cuando pasa. Él fue su primera partida, y la más honda.
Ahora, años después, cuando la casa está en calma y sólo queda la lámpara encendida, lo siente cerca. Vive en las cosas que ama, en la música que elige, en la manera en que a veces ríe igual que él sin darse cuenta. En su forma de mirar el mundo con una nostalgia dulce, como quien recuerda y agradece al mismo tiempo.
Él fue su espejo, su raíz, su enseñanza constante. Fue imperfecto, tierno, humano. Y así lo recuerda: intensamente vivo, entrañablemente suyo.
Entonces cierra los ojos y, como cada noche, le susurra al silencio:
"Gracias por tanto. Buenas noches, papá."
Y duerme en paz