La profesora Camila llevaba años enseñando literatura en la secundaria 14. Le gustaba corregir con un té al lado, subrayar con tinta roja, y anotar observaciones al margen. Pero últimamente, algo en sus alumnos le parecía... perfecto.
Demasiado perfecto.
Los ensayos de Tomás, que nunca leía ni un solo capítulo, ahora contenían referencias a Nietzsche y a la intertextualidad de Borges. Juliana, que apenas hilaba ideas en voz alta, analizaba el simbolismo de la lluvia en Rayuela con una claridad desconcertante.
Camila lo sospechó de inmediato: inteligencia artificial. Chatbots. Asistentes. Lo que fuera.
Decidió entonces hacer un experimento. Tomó uno de los ensayos que acababa de recibir y lo copió completo en el chat de una IA educativa popular.
—¿Podrías decirme qué calificación le pondrías a este texto, del 1 al 10? —escribió.
La IA respondió al instante:
> Le pondría un 9.5. El análisis es profundo, bien estructurado y demuestra comprensión literaria, aunque hay pequeñas fallas de estilo.
Camila levantó una ceja. A la semana siguiente repitió el proceso con otro trabajo. Luego con otro. Y otro.
Siempre altas calificaciones. Siempre con argumentos sólidos.
Entonces, en una especie de rebeldía burocrática, comenzó a hacer lo impensado: cada vez que recibía una tarea sospechosa, la introducía en la IA y le pedía a la máquina que la calificara. Después, con frialdad mecánica, volcaba esa misma nota en su registro docente.
No discutía, no corregía, no analizaba.
Simplemente, delegaba.
Al cabo de dos meses, los alumnos comenzaron a notar que podían equivocarse en detalles y aún así obtener una nota muy similar a la que la IA les había anticipado. Algunos se asustaron. Otros se aprovecharon. Uno, incluso, preguntó en voz alta:
—Profe, ¿usted también usa la IA?
Camila sonrió.
—Yo solo uso las herramientas que ustedes me enseñaron a usar.
Desde entonces, el aula se volvió un extraño juego de espejos: la IA escribía, la IA evaluaba, la IA respondía. Y Camila, en el centro, observaba en silencio cómo la máquina les enseñaba una lección que ningún cuestionario podía medir.
Romina Ponzio