sábado, 12 de abril de 2025

La carta en alemán



Encontró la caja una tarde de abril, revolviendo el altillo de la casa de su abuela, donde el polvo y la memoria dormían juntos. Era una caja de madera, sin cerradura, atada con una cinta azul descolorida. Adentro, papeles amarillentos, fotos en blanco y negro, un pañuelo bordado, y una carta escrita en alemán.

No entendía del todo el idioma, pero reconoció algunos nombres familiares: Friedrich, Clara. Y una fecha: 1913.

Fue con la carta a su abuela, que la leyó en silencio, sus labios apenas moviéndose, como si tradujeran desde un lugar más profundo que el idioma. Al terminar, la abuela suspiró con una dulzura nostálgica y dijo:

—Esta la escribió mi abuela, Clara, para tu bisabuelo Friedrich, cuando él emigró a América. Se quedó sola, esperándolo. Nunca vino.

Y entonces, sin que se lo pidieran, la abuela comenzó a traducir, no palabra por palabra, sino con la misma emoción que su antepasada había puesto en esas líneas:

"Algunas personas son el viaje... otras el camino... otras el bote, o el ancla... otras la esperanza del horizonte, otras los remos... otras la brisa húmeda, otras la tormenta y la zozobra... otras el puerto, otras la llegada... El viaje nunca es un mero viaje, ni uno solo el viaje, ni del que viaja ni del que queda atrás... No te extraño por irte, sino por no poder ir contigo."

La voz de la abuela tembló al final. Nadie dijo nada por unos segundos.

—¿Y qué pasó con Clara? —preguntó al fin.

—Esperó. Y luego siguió viviendo. Pero esa carta la escribió sabiendo que el viaje no era solo de él. Que el amor también se queda quieto, a veces. Que duele más no poder acompañar que partir.

Esa noche, soñó con un puerto antiguo, con una mujer de abrigo largo sosteniendo una carta. El viento agitaba la cinta azul. Y aunque nadie zarpaba ni llegaba, el corazón se movía como si toda la vida estuviera ahí, en esa espera.

Vestida de negro como un punto final



Nadie sabía su nombre.
Ni siquiera ella, esa noche.
Porque no era la mujer que había sido. Ni la que todos creían conocer.
Era otra.

Despertó un día —o quizá fue una noche sin sueño— con la certeza de que algo tenía que hacer. No sabía bien qué, pero lo supo en el cuerpo: un temblor sereno, una energía desconocida, algo que la urgía sin violencia.

Escribió.
Una carta.
Con letra pequeña, temblorosa al principio, pero decidida. Sin firma. Sin destinatario. Solo palabras que le dolían desde hacía tiempo. La carta hablaba de un hecho que nunca antes había dicho en voz alta. Una violación. Una infancia robada. Un cuerpo que había aprendido a fingir fortaleza. Lo escribió todo. Y al final, agregó:
“Ya no te llevo conmigo. Esta es tu despedida”.

La ató a un mástil de madera.
Blanca, la bandera flameaba con una brisa que parecía comprenderla.

Se vistió de negro: vestido negro, sin  zapatillas. Prefería ir descalza para sentir el contacto con la arena. Para acariciar la libertad con sus pies desnudos...
Negro como luto.
Negro como punto final.

Junto a su mejor amiga, bajó a la costanera.
Nadie entendía nada.
Ella corrió. Dos cuadras. Rápido.
El mástil firme. La bandera ondeando como si celebrara.
Al llegar al borde del mar, lanzó la bandera con la carta atada.
La espuma la recibió.
El agua se la tragó.
Ella se quedó quieta.

Se miraron. Ella y su amiga.
Una sola mirada.
Cómplice. Verdadera.
Liberadora.

Los transeúntes cuchicheaban.
—¿Está loca?
—Debe ser una intervención artística.
—Un ritual...
—Una feminista, seguro.
—¿Y la cámara? ¿Quién filmó? ¡Ya está en redes!

La imagen se volvió viral. La repetían los noticieros. Analistas y opinólogos hablaban de “la mujer de la bandera”. Pero solo una persona en el mundo sabía la verdad. Solo ella.

Más tarde, se destapó.
El aire frío la acarició con ternura.
Fue al baño.
Lavó su rostro.
Y sonrió, como si algo finalmente hubiera terminado.

Afuera, el mundo seguía hablando.
Ella no.
Ella ya no necesitaba explicar nada.

Porque, a veces, basta con sentir que uno hizo algo para ser libre.
Y ese algo, aunque no haya sucedido —¿o sí?—, puede cambiarlo todo.

Romina Ponzio