Encontró la caja una tarde de abril, revolviendo el altillo de la casa de su abuela, donde el polvo y la memoria dormían juntos. Era una caja de madera, sin cerradura, atada con una cinta azul descolorida. Adentro, papeles amarillentos, fotos en blanco y negro, un pañuelo bordado, y una carta escrita en alemán.
No entendía del todo el idioma, pero reconoció algunos nombres familiares: Friedrich, Clara. Y una fecha: 1913.
Fue con la carta a su abuela, que la leyó en silencio, sus labios apenas moviéndose, como si tradujeran desde un lugar más profundo que el idioma. Al terminar, la abuela suspiró con una dulzura nostálgica y dijo:
—Esta la escribió mi abuela, Clara, para tu bisabuelo Friedrich, cuando él emigró a América. Se quedó sola, esperándolo. Nunca vino.
Y entonces, sin que se lo pidieran, la abuela comenzó a traducir, no palabra por palabra, sino con la misma emoción que su antepasada había puesto en esas líneas:
"Algunas personas son el viaje... otras el camino... otras el bote, o el ancla... otras la esperanza del horizonte, otras los remos... otras la brisa húmeda, otras la tormenta y la zozobra... otras el puerto, otras la llegada... El viaje nunca es un mero viaje, ni uno solo el viaje, ni del que viaja ni del que queda atrás... No te extraño por irte, sino por no poder ir contigo."
La voz de la abuela tembló al final. Nadie dijo nada por unos segundos.
—¿Y qué pasó con Clara? —preguntó al fin.
—Esperó. Y luego siguió viviendo. Pero esa carta la escribió sabiendo que el viaje no era solo de él. Que el amor también se queda quieto, a veces. Que duele más no poder acompañar que partir.
Esa noche, soñó con un puerto antiguo, con una mujer de abrigo largo sosteniendo una carta. El viento agitaba la cinta azul. Y aunque nadie zarpaba ni llegaba, el corazón se movía como si toda la vida estuviera ahí, en esa espera.