Nadie sabía su nombre.
Ni siquiera ella, esa noche.
Porque no era la mujer que había sido. Ni la que todos creían conocer.
Era otra.
Despertó un día —o quizá fue una noche sin sueño— con la certeza de que algo tenía que hacer. No sabía bien qué, pero lo supo en el cuerpo: un temblor sereno, una energía desconocida, algo que la urgía sin violencia.
Escribió.
Una carta.
Con letra pequeña, temblorosa al principio, pero decidida. Sin firma. Sin destinatario. Solo palabras que le dolían desde hacía tiempo. La carta hablaba de un hecho que nunca antes había dicho en voz alta. Una violación. Una infancia robada. Un cuerpo que había aprendido a fingir fortaleza. Lo escribió todo. Y al final, agregó:
“Ya no te llevo conmigo. Esta es tu despedida”.
La ató a un mástil de madera.
Blanca, la bandera flameaba con una brisa que parecía comprenderla.
Se vistió de negro: vestido negro, sin zapatillas. Prefería ir descalza para sentir el contacto con la arena. Para acariciar la libertad con sus pies desnudos...
Negro como luto.
Negro como punto final.
Junto a su mejor amiga, bajó a la costanera.
Nadie entendía nada.
Ella corrió. Dos cuadras. Rápido.
El mástil firme. La bandera ondeando como si celebrara.
Al llegar al borde del mar, lanzó la bandera con la carta atada.
La espuma la recibió.
El agua se la tragó.
Ella se quedó quieta.
Se miraron. Ella y su amiga.
Una sola mirada.
Cómplice. Verdadera.
Liberadora.
Los transeúntes cuchicheaban.
—¿Está loca?
—Debe ser una intervención artística.
—Un ritual...
—Una feminista, seguro.
—¿Y la cámara? ¿Quién filmó? ¡Ya está en redes!
La imagen se volvió viral. La repetían los noticieros. Analistas y opinólogos hablaban de “la mujer de la bandera”. Pero solo una persona en el mundo sabía la verdad. Solo ella.
Más tarde, se destapó.
El aire frío la acarició con ternura.
Fue al baño.
Lavó su rostro.
Y sonrió, como si algo finalmente hubiera terminado.
Afuera, el mundo seguía hablando.
Ella no.
Ella ya no necesitaba explicar nada.
Porque, a veces, basta con sentir que uno hizo algo para ser libre.
Y ese algo, aunque no haya sucedido —¿o sí?—, puede cambiarlo todo.
Romina Ponzio
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