domingo, 20 de junio de 2010

RESTOS DE VIDA (a mi padre)


Llamaron de la oficina central para avisarme que el martes por la mañana debería presentarme sin falta, a las siete treinta a.m para cumplir con el plazo convenido.
Me presenté sin lugar a dudas,pero con todo el miedo (a las consecuencias posteriores) y las expectativas que despertaban dicha situación. Aboné el timbrado, y me condujeron hacia el lugar en el que se fijaría, finalmente, lo pactado.
La mañana era gris. La llovizna, teñía el tiempo psicológico, de un gris aún más oscuro. Reconocí aquel sentimiento como familiar, aún cuando nunca había tenido que atravesar por situación similar.
Temor, curiosidad, tristeza, búsqueda de protección, anhelo de respuestas que seguramente no encontraría por más que se abriera lo que se abriera.
Lo que fuera que buscaba no estaría allí, y no obstante, algo me empujaba a desenterrar mi anhelo de respuestas.
Años de preguntas sin responder, (indagando inclusive en otras personas), una vida atestada de incertidumbre transfigurada en sentido del humor, en ironía del destino, en fracasos en apariencia inexplicables, en autoboicots que permanentemente deshacían (como años atrás, otros, habrían hecho), mi propia felicidad.
¿Qué buscaba allí, precisamente allí?
Los empleados comenzaron a cavar. Pensé que la situación iba a entristecerme aún más, y que encontraría intactas aquellas cosas que la memoria no borra, a fuerzas de no perder lo que nos pertenece, o a fuerzas de no dejar de pertenecer a lo que no podemos olvidar.
Pero me encontré con que nada era como yo lo imaginaba. Si bien alrededor nuestro, otras personas transitaban el mismo escenario, pude comprender que el estado de mis circunstancias era diferente.
Nada era como me habían dicho, ni como yo esperaba.
Inexplicablemente, no encontramos restos en su tumba. Sólo quedaban rastros de mi amor.

martes, 26 de enero de 2010

El argonauta (Cartas III)


“Navega mi barca, navega a porfía, navega de noche, navega de día”



Caminó sin rumbo durante muchas horas, perdido en sus pensamientos.
Conocía la ciudad, y sin embargo transitaba doblando azarosamente en una esquina, cortaba por diagonales, atravesaba puentes. Ni él sabía hacia dónde se dirigía.
Después del anuncio sobre la muerte de su padre su única reacción había sido salir intempestuosamente a caminar.
No podía pensar, mucho menos llorar o expresar con palabras sus sentimientos.
Colgó el tubo del teléfono, dejó a Gabriela con los chicos sin decir una palabra y arremetió su marcha impróvida.
Habiendo caminado cerca de tres horas, hubo de llamarle la atención un muchacho que tarareaba una canción, acostado en un banco de una plaza, cubierto del frío mediante algunas hojas de periódico amarillentas.
Pensó que tal vez aquella sería su frazada desde hacía ya mucho tiempo (debido al color de las hojas). ¿Sería en verdad tan pobre que siquiera podía conseguir diarios del día anterior? ¿Realmente importaba si era viejo o nuevo el diario? ¿Abrigarían mejor si fueran nuevas? ¿Le importarían todas estas preguntas a aquél muchacho?
- Buenas noches, saludó David. ¿Duermes aquí todas las noches?
- No, contestó el joven, todas las noches elijo una plaza distinta, y cuando ya las conozco a todas, cambio de ciudad y de rumbo.
- ¿Cambias de ciudad cada vez que conoces todas las plazas? ¿Y con qué dinero te mudas a otra ciudad?
- Con el que tengo en la billetera- contestó sin inmutarse.
- ¿Posees dinero? ¿Y por qué vives de éste modo?
- ¿Cómo te llamas?
- David ¿Y tú?
- Manuel.- Y le estrechó la mano- ¿Qué haces tú aquí en esta plaza esta noche?
- Camino a la deriva tras recibir una noticia.
- ¿Caminas escapando de ella? Nunca podrás huirle
- No huyo, ni siquiera he pensado por qué camino. No he tenido tiempo de pensar.
- A veces es bueno no pensar.
- ¿Y tú? ¿De qué te escondes?
- Tal vez de lo mismo que tú
- ¿Y cómo sabes sobre mí?
- Se ha muerto tu padre ¿verdad?
- ¿Cómo lo sabes?
- Eso no importa, lo cierto es que has venido a dar aquí, a éste banco de plaza y ahora charlas conmigo sobre estas cuestiones.
- ¿cómo puedes vivir de éste modo?
- De la misma manera en que tú has caminado todas estas calles. Sin pensarlo, sin desearlo, solo dejándome llevar por el indeliberado camino.
- Pero tienes dinero ¿por qué no duermes en un hotel?
- Porque no es un techo lo que me dará lo que anhelo.
- ¿Y qué anhelas?
- Conocer
- ¿Conocer qué cosa?
- Conocer ciudades, personas, historias de vida.
- ¿Y para qué?
- Para aprender de ellas
- ¿Y realizas el sacrificio de dormir en un banco de plaza cubierto con unos viejos diarios solamente para conocer?
- ¿Si me hubieras conocido en el hall de un hotel te hubieras acercado hacia mí?
- No, seguramente no, salvo si necesitara un cigarrillo
- ¿Quieres uno? Aquí tienes.
- ¿Tienes cigarros?
- Y no estoy en el hall de un hotel. ¿Lo ves? Las cosas ocurren de la manera más impensada y sencilla.
- ¿Y hace cuánto que haces esto?
- Desde que murió mi padre
- ¿Y cuántas ciudades has recorrido?
- Ya no lo recuerdo
- ¿Tenías una casa, esposa, hijos?
- No, no los tengo. Mi padre los mató
- Disculpa, no quería preguntar eso, pensé que, como yo, habías salido dejando a tus seres queridos en tu hogar.
- Sí, salí a caminar un día dejando a mis seres queridos, junto con mi padre. Y cuando regresé, él los había apuñalado a todos.
- ¿Por qué?
- Nunca lo supe
- Entonces tú has vengado la muerte de aquellos asesinando a tu padre y ahora huyes de la justicia.
- No, viví en aquella casa e interné a mi padre en un psiquiátrico hasta el día en que el teléfono sonó, y me avisaron que había fallecido de un infarto.
- ¿Entonces?
- Desde entonces llevo esta vida errante.
- ¿Buscas la respuesta a su criminal actitud?
- No.
- ¿Y qué buscas?
- ¿Y tú qué buscas?
- Ya te he dicho. No lo he pensado. ¿Nunca te ha ocurrido nada en las calles?
- A mí no. Pero mientras yo caminaba por las calles le ocurría a mi familia.
- ¿Y te culpas por ello?
- No. Solo voy en búsqueda de lo desconocido. Salir en búsqueda de lo desconocido implica correr riesgos. Desde ese día no hago otra cosa que buscar riesgos, o conocer personas y lugares, buscando riesgos. Ansío peligros, para afrontarlos.
- ¿Ansías peligros como un desafío? ¿Es que te has vuelto loco?
- No. Es que tengo muchas ganas de crecer.
- ¿A tan alto precio?
- Es muy bajo, no lo creas. Siempre hay algo que se adquiere y mucho que se pierde. De este modo tengo mucho por adquirir y poco por perder.
- ¿No temes por tu vida?
- Nada tengo que perder- dijo. Mientras acomodaba los diarios y se quedaba dormido.

David siguió caminando. Ahora pensando en Manuel, y en su historia de vida, en su extraña manera de resolver su conflicto, o de – mejor dicho- evadirlo.
No podía pensar en su propia historia, siquiera podía concebir el más mínimo sentimiento de angustia. Estaba ciego, pero no para el afuera, estaba ciego para mirar hacia adentro.
Una prostituta que esperaba clientela en una esquina le pidió un cigarro.
David le obsequió el que le había dado Manuel.
-¿Quieres poseerme? – dijo la mujer de los labios excesivamente rojos.
- No busco sexo, sólo caminaba por aquí- contestó.
- Ya sé que no buscas sexo. Ni tú sabes lo que buscas. El viento y las olas siempre van a favor de quien sabe navegar.
- ¿Por qué me has dicho eso?
- Porque es lo que mi corazón dictó que te dijera. Ven a mi habitación, no te cobro, mi pago es éste cigarro.

Unos metros adelante estaba el departamento de la muchacha. David le despintó los labios con los dedos. Luego la besó. Sintió como si nunca antes hubiera besado. Luego encendió la luz. Era muy joven y bella. Su departamento estaba cálidamente decorado y no parecía estar teniendo ninguna necesidad económica.
-¿Por qué trabajas de esto?- preguntó David
- Ahora no hables, murmuró a su oído.

Le quitó la ropa y lo besó dulcemente por todo el cuerpo, hasta conseguir derramar su savia y conducirlo a aquel dulce letargo. David durmió entre sus piernas. Al despertar, quiso pagarle pero ella no quiso aceptar. Antes de irse, lo despidió dulcemente con un beso en la frente, y con lágrimas en los ojos le advirtió:
- La verdad se impone; la intuición no engaña. Ordena tus pensamientos, medita sobre tus actos.

Ya era de día. Pensó en el funeral, en el cuerpo de su padre en el cajón, en las lágrimas de Gabriela, en la confusión de los niños, y nuevamente en la muerte de su padre, y en el teléfono azul, la llamada…
Recordó a Manuel, quiso volver a la plaza para preguntarle cómo sabía que su padre también había muerto. Pero no lo encontró.
Se decidió a volver a su casa. Caminando lentamente, desandó las calles que otrora había caminado sin pensar.
No le costó volver. Algo en su memoria le hacía regresar como si conociera el camino desde tiempo inmemorial.
Al entrar, notó que la puerta estaba abierta. Y recordó las lágrimas de Gabriela, la confusión en la mirada de los niños, y a su padre agonizando finalmente, tras la descarga enérgica de su ira sobre sus cuerpos inocentes.
Y recordó la nada que vino después, y la ambulancia, la policía y los peritos. Su estrategia armada por el abogado, su libertad y aquel llamado, y el teléfono azul y la ceguera que le impedía ver en su interior, y su negada afectación, y las lágrimas de Gabriela, y la mirada confusa de los niños, y el teléfono azul, y Manuel, y pensó en ella y en su forma de besar. Y el revolver gatillando en su sien. El ruido del disparo, y las lágrimas de Gabrie… … …

lunes, 18 de enero de 2010

La huella

Cuando la conocí, supe de inmediato que quería estar con ella. Tenía todas las características de la mujer que yo buscaba, pero por sobre todas las cosas, era lo opuesto a mi madre.
La conocí en una disco. No sé si fue a la semana o un tiempo después, se me ocurrió la brillante idea de enviarle flores al trabajo. Todo entusiasmado la llamé por teléfono y le pregunté en qué sector trabajaba. Una respuesta esbozó algo así como:
-¿No serás tan cursi de enviarme flores o bombones al trabajo no?
Tímidamente y disimulando mi cursilería, inventé cualquier otra excusa.
Lo cierto es que me prometí no regalarle flores hasta los cincuenta años de casados, en los que le enviaría cincuenta rosas amarillas.
Ella no lo sabe, ni lo sabrá. En un momento quise que sea sorpresa. Pero ahora ya no podría dárselas. La amo. Y todos estos años mi máxima preocupación fue hacerla feliz.
Tal vez nunca llegue a saber lo de las flores. No creo que me hayan quedado otras cuentas pendientes.
Sinceramente hablamos muy poco de nuestra vida privada con los demás. Y ella me acompañó en esa privacidad. Nunca supe si resguardé mi privacidad por algún antiguo dolor adolescente o sencillamente porque preservar la intimidad de uno, es quererse.
Como cocinarse algo rico, o cocinarle algo rico a ella.
Sé que cometí errores, pero ahora ya no importan; mi familia, mis amigos, mis seres queridos, sabrán disculparlos y entender que todo ser humano comete errores. Otras cosas no podrán comprenderlas nunca, o tal vez sí.
Sólo sé que quiero verla feliz. Y a mi familia y mis seres queridos también.
Nadie tiene una explicación y si en verdad fuera yo quien escribe este texto se las estaría dando, porque de este lado es donde se supone que uno halla todas las respuestas.
Pero no puedo darlas, no porque no las sepa, sino porque mi sangre desconoce las respuestas y solo puede escribir, solamente con su imaginación como herramienta y muy pocos datos certeros del antes y el después, que la amé con toda mi alma, también a mi familia aunque a veces no pudiera expresarme porque la sangre tira y no podía perder muchas cosas mal aprendidas y aprehendidas contra mi voluntad.
No sé si tengo o no una deuda con ella. Tal vez todo esto sea un aprendizaje para todos, para mí también. Pero no puedo expresarlo. Sólo puedo asegurar que estuve esa noche con mis seres queridos, disfrutando de su presencia y divirtiéndome sin más que una sonrisa para regalarles.
Los amo, eso puedo asegurarlo, pero no más que eso, porque quien escribe es mi sangre y no yo.
Tal vez mi sangre le regale dentro de 31 años las 50 rosas amarillas en mi nombre, éste no es el momento para confesarlo, tal vez lo sea en esa cantidad de tiempo, o tal vez nunca. Solo quiero verlos felices, y aprendiendo de esto, como estoy aprendiendo yo. Los amo, aunque nunca lo haya expresado de ese modo, sin ninguna duda que los amo. Pero lo expresé como pude, y hoy siento que todos saben que yo los amaba y que cualquier discusión no era más que un malentendido cotidiano, o una mala forma de expresarse, pero que siempre me preocupé por ellos, cuanto pude y hasta incluso un poco más de lo que se preocuparon mis mayores por mí en su debido tiempo. Igualmente no hay rencores, como los demás tampoco los tendrán conmigo. Quiero que sepan que siempre voy a estar ahí, porque mi huella dejó una marca profunda a la que pueden recurrir cada vez que me necesiten. Y sabrán que allí estaré, en esa huella. Inexplicablemente es todo lo que tengo para dar, y ustedes evaluarán si es poco o demasiado.
Los dejo en paz, sé que no es bueno estar cerca, ni que mi sangre esté cerca de mí. Lo mejor es que siga mi camino, y nos encontramos en esa huella que está allí… exactamente donde todos saben.

Milonga del frenesí (Cartas I)


Se conocieron por azar. Él buscaba bailarinas para su nueva obra de teatro. El destino lo llevó al camino de sus piernas, y quedó prendado a la huella de cada una de sus pisadas.
Ella bailaba tango de una forma tan sensual que lo fascinaba, y cada movimiento, cada roce con sus rodillas, cada arqueo de su cadera era una nueva excusa para involucrarse más con su cuerpo.
Tras meses de callada pasión, se decidió a averiguar, si también su alma rozaba con las rodillas de Dina y el tango se convertía en calorcito interno, (como una brasita que casi quema pero no llega al fuego, de esas que de tanto en tanto se extinguen y solo dejan cenizas.)
Fueron a un bar y pidieron un café. Ella expelía frescura. Él irradiaba temor. Ella se mostraba segura de sí misma, con la seguridad con la que se abre una rosa sabiéndose admirada, venerada, casi idealizada.
Sentía la certeza de saber para qué estaban allí, el fundamento de los arrebatos de Víctor y la respuesta afirmativa que daría cuando finalmente él se decidiera a dar un paso adelante, y se encontraran con asombro (para él) y sin sorpresas (para ella) con la coincidencia en la cadencia de sus miradas.
Finalmente, todo ocurrió y sus piernas rozaron mucho más que tobillos y rodillas y el compás de sus espasmódicos contornos en la noche, se fundieron en un tango con nuevas dimensiones.
Durante meses bailaron sobre el escenario con tanta pasión que el público era un casi una sola persona que acariciaba con aplausos el producto de su evidente amor.
Realizaron giras, proyectaron viajes, soñaron lo mismo que sueñan todos los que aman.
Hicieron un pacto de prosperidad, de afinidad espiritual, de contingencias felices, de maduro amor, con un par de anillos de coco que compraron en una playa de Brasil.
Con el tiempo el espectáculo iba exigiendo renovaciones en su estructura, y él como coreógrafo sintió que debían modificar el show para satisfacer las necesidades de un público que exigía, porque sabía que ellos podían dar aún más.
Así fue como Daniel se incorporó al equipo. Dina bailaría la mitad de una milonga con Daniel, y luego interpretarían un arrebato de vehemencia por parte de Víctor quien terminaría encolerizado, preso de una exaltación extrema, enfermo de pasión y celos, danzando él solo sobre el escenario, con una composición en la que se representaría su estado de enajenación.
La nueva temporada se inició con la milonga del frenesí. (Así se llamaba el número principal)
El público supo desde el primer instante que el nuevo show sería fascinante.
Las taquillas sobrepasaban la cantidad de expectativas y debían en cortísimos plazos mudarse de teatro en teatro, más grande cada vez.
Un productor llegado de Japón les propuso gira por su país. Asombrados por el ofrecimiento y sobre todo por el salario prometido no dudaron en realizar el viaje.
Y así fue como partieron en el avión. Felices por el éxito del espectáculo, anhelando la mejor de las fortunas.
El avión fue simbólicamente el ascenso en su carrera.
Un viaje… un ascenso… es evidente que nada queda sempiternamente en el aire, incluso los colibríes que nos permiten disfrutar de su bella quietud por una frágil porción de nuestro extraño tiempo, que se mide en instantes en los que la felicidad se vuelve intermitente.
El tiempo que dura la belleza.
El tiempo que dura como aquella rosa que se sabe admirada, venerada, idealizada.
El tiempo que dura lo mismo que los arrebatos impulsivos que desatan los nervios antes del primer beso.
El tiempo que dura lo mismo que una milonga en la cual la vida te deja de a pie, en el encolerizado rapto de exaltación de un inesperado ser, cuyo ímpetu te reduce a nada con su danza insensata.
La temporada fue un éxito hasta el día en que la función pareció comenzar de un modo diferente.
Dina y Daniel, por primera vez provocaron un aplauso diferente al acostumbrado. Esas aclamaciones que ocurren sólo cuando el público se convierte casi en una sola persona, y les devuelven su arte acariciando con elogios el instante en el que sus piernas rozaron mucho más que tobillos y rodillas y el compás de sus espasmódicos contornos, fundiendo la milonga con nuevas dimensiones.
Y esta vez fue, quizás tal vez, la representación mejor lograda de Víctor, quien sintió que se resquebrajaba aquel antiguo pacto de prosperidad, de afinidad espiritual, de contingencias felices, de maduro amor.
Danzó y rió frenéticamente, transpirando a mares en medio de sus impetuosos movimientos, delirando de amor y carcajadas inexplicables, (inesperada y violenta risa que pretendía ser remedio a su dolor.)
Dolor que no calló jamás, y aún hoy en día, en su habitación, danza con aquella risotada de pasión violenta,
Añejo amor resquebrajado por el dolor del tiempo transcurrido a su lado, del efímero instante que dura la belleza, la risa del duelo, del dolor inmenso, de la separación… la risa de lo inmarcesiblemente profundo que puede llegar a punzar el azar que los unió, la alianza de amor quebradizo, la vehemencia y el rictus perpetuo que inmortaliza su persistente alucinación.
Esa calcada coreografía que realiza cada mañana en el patio de la clínica, (creyendo que ellos bailan sempiternamente sobre un escenario fabricado por él en su alucinación), ritualizando el show sobre un firmamento que no le sirve de amparo.
Y Victor danza, riendo… riendo… riendo y añorando aquel amor que produce un calorcito interno, (como una brasita que casi quema pero no llega al fuego, de esas que de tanto en tanto se extinguen y solo dejan cenizas.)