lunes, 27 de enero de 2014

ENTRE DOS NAIPES



Despierta una mañana, resuelta a consumar una traición. La fruición la corroe. Reconcomios de congoja la cohabitan, al saber que no puede conquistar lo que desea, porque no tiene los dispositivos necesarios para alcanzarlos. No se suscita el por qué. No importa el cómo. Lo único que anhela es la adquisición de su deseo inmediato.
En cada nueva jornada, muta su deseo, ya que no es la substancia del deseo lo que importa; sino el elemental hecho de deshacerse EN el deseo. Acariciar lo imposible.. Des-vivirse por lo que otro tiene. Ambicionar lo inasequible, lo que no está dispuesta a disipar a cambio de obtener como ganancia lo que le sería factible, si ella misma no colocara su pretensión en el lugar de lo impenetrable.
Perdió hace rato la noción real entre el bien y el mal. Bueno solo puede ser aquello que la respalda, malo será todo aquello que le impida su itinerario. El costo es alto. El desenlace acredita los artificios.
Traiciona finalmente. Pero no actúa. Porque la traición queda dentro de su pensamiento. Si el pensamiento pudiera transmutarse en acción (de hecho, puede) ella ya hubiera cometido miles de ultrajes. Los comete. No le importan las secuelas. Cree que los meditaciones y las palabras no cuentan, porque quedan fuera de los hechos. Y nuevamente, en su inconciencia (conciente) y consistente, sobre sus actos re-vuelve al accionar (pensar).
Goza de una infinita intuición sobre los sentidos ajenos. Domina a la perfección el arte de meterse en los resabios de la psicología humana, cual gusano que trepana una manzana fermentada. Y juega, se regocija, se divierte de ese modo... resuelta a cometer una traición.
Cavila constantemente, pero no se despeña. Si hay algo para lo cual no ha nacido, es para dejarse destronar (de su trono de arena). Esgrime su portentoso poder exclusivamente para la fatalidad; para resarcir su parte misericordiosa con algún dios con minúscula que rige su espiritualidad cansina.
Coloca tramperas afectivas, deserta la confianza, traduce verdades en engaños sin escrúpulos. Escupe fantasías, converge en mil señales de intransitables caminos sinuosos, que prometen y albergan una satisfacción embustera.
La curiosidad por lo que vendrá luego del acting, de cada maliciosa y planificada astucia, la lleva a la ruina de su alma (paradójica glorificación de su aparente ego encadenado a una quimérica victoria) la vigoriza y le da poderío para seguir adelante, con más ahínco.
No habrá reparación voluntaria. Su huerto está sembrado de mixtura. Surcado su corazón. Sin arrepentimiento alguno avizora. Ni la más mínima atribulación le agobia. Rebusca rencores, más no recoge los agravios que no cree merecer. La falta de ecuanimidad es su morada. Especula, indaga, difama, imputa, rebusca en su viña. Mantiene la lógica (su propia lógica) entre pensamiento, palabra y obra.
Rivaliza y disputa afectos, domina, despotiza, tiraniza, se deja tentar por sentimientos que no le permiten obtener la paz.
Y nuevamente despierta con toda la intención de cometer una traición. Y socava sus pensamientos. Y se tortura, llevada por el deseo. La fárfara del antojo que no le permite ver la fehaciente avidez que la desvela. Está dispuesta a una traición... y se traiciona, a cada instante, en cada segundo en el cual cree que puede dañar al prójimo (aún cuando lo dañe) sin darse cuenta de que deposita su verdadera traición en una imagen fuera de foco.
Aún cuando renazca cada vez, muere una brizna. Fallece en la penosa inocencia que mantiene cuando cree, que el fiduciario de tanta malicia, pueda ser otro que el residuo de su alma en despojos, que clama por una redención, que en esta vida... nunca llegará.
Pero es ella ignara... y proyecta en su entelequia, una nueva quimera que teje y entreteje, como una araña, que juega con dos naipes... a los que envuelve en su propia tela, la cual le adormece para siempre, impidiéndole esta vez, aquel último despertar, en el cual tanto anhelaba esa traición, que terminó consiguiendo como en un abrir y cerrar... de ojos... en un abrir, y cerrar...

domingo, 26 de enero de 2014

LA FLOR DE HARINA



El errabundo golpeó las manos en la posada azul.
Extenuado de caminar, con los pies marchitos, el cuerpo calcinado por el sol, los ojos flagrantes, la mirada cansina, algunas llagas en el alma y el espíritu endeble. Sonrió con sus últimas fuerzas cuando la puerta fue abierta.
Pudo obtener una ducha caliente, reconfortante, reconstituyente. Luego una buena cama, para descansar de la dilatada senda.
Nadie preguntó cuál era su procedencia, ni por qué había recorrido tantos kilómetros, ni cuál era el motivo de su llegada al pueblo.
Parecía darse por sentado que la posada azul era el destino, y el punto que estimuló la osadía era incierto, desvanecido, al menos arcaico, e ignoto... pero ...¿por quién? Quizás por el mismo viajante. El buscador...
Nadie reparó en su llegada en aquel pueblo. Nadie dijo nada. Ni hacia él, ni por él. No sedimentaron su mirada en él, más que lo que dura el interés por aquello que es imposible de ver, de percibir, fuera de sí mismos.
Es curioso observar cómo la soledad se acrecienta en los grupos de personas. Cuanto más extraño sea el peregrino que se acerca y cuanta más curiosidad debiera despertar, más abdica su existencia. Paradoja del destino aquel, quien pudiendo volvernos visibles ante la mirada de los semejantes, no hace más que intensificar lo desacorde, para mantenernos en aquél camino de lo insondeable.
El caminante irrumpió en llanto, contrito ante la miserable actitud de los lugareños; pero llegó a conjeturar que sólo el paisaje cambia, aunque “lugareños haya en todos los lugares”
Hasta que una joven se acercó y le proporcionó una flor de harina. El mejor de los platos que podría ofrecérsele a un peregrino. Una joven. ESA joven... Y se marchó.
Aquella fue quizás su ofrenda. La que él nunca olvidaría. La que ella otorgó por mera cortesía, la habitual, la de las costumbres y la educación bien adquirida, la que comienza desde el hogar.
La que sació su soledad por un instante; pero no su hambre.
_”Mujer virtuosa, le dijo. No todos los que ven tus obras ven tus virtudes.”
Ya era demasiado tarde. Ella no escuchó. Como nadie escuchó. Ella tampoco preguntó. Como todos. La única diferencia es lo que ofrendó.
Con el tiempo llegaron los buenos tiempos. Nadie sabe si con la virtuosa “joven de la flor de harina” a su lado; o con su recuerdo a cuestas, como una alforja más (una añeja provisión para convalecer sus angustias),
Le sucedieron épocas de éxtasis, de gozo puro, de satisfacción, de contento moral. Honra y suerte de su lado prosiguieron para su ventura. Nadie recuerda (no al menos, este simple cronista que estuvo allí durante aquellos tiempo) si estuvo rodeado de alguien más. Sólo puede atestiguar que pudo renacer tras la cuantiosa búsqueda, la entrega desinteresada de la mujer de la flor. Y que alcanzó el íntimo regocijo, y hasta promulgó su fiesta interior.
Años más tarde nuevas mundologías le fueron concedidas por algún extraño Dios, un Dios piadoso.
Muchos, por entonces, le ofrecieron su adoración, su devoción, a cambio de sus enseñanzas. Todo lo que pudo decirles es:
-“ Apliquen su sagacidad para el bien; jamás prejuzguen a su prójimo, puesto que la animosidad es mala consejera.”
Algunos lo escucharon con verdadera atención, e hicieron de su palabra un dogma. Otros, sinceramente no lo comprendieron, pero en cambio, se comportaban como si así no fuera. Sólo una joven, pudo ESCUCHAR. Con la voz del alma. Una nueva ofrenda de harina como una flor. La que se ofrece solo cuando se percibe con la intuición de la memoria muerta,
Nada de eso le importó. Y un día emprendió un nuevo camino, abandonándolo todo, despojándose de todo... Entonces el errabundo golpeó las manos en la posada azul.
Extenuado de caminar, con los pies marchitos, el cuerpo calcinado por el sol, los ojos flagrantes, la mirada cansina, algunas llagas en el alma y el espíritu endeble. Sonrió con sus últimas fuerzas cuando la puerta fue abierta. Y prosiguió, como todos. Como tú, o como yo. Solos en el camino de la vida. Solo rodeados de seres que nos aman desde fuera, como nosotros jamás debemos amarnos por dentro. Porque la ofrenda de la flor de harina, es el mejor regalo que podemos hacernos al encontrarnos a destiempo con la vida, y mano a mano con el infortunio.