sábado, 1 de octubre de 2016

Ver usuarios en línea

Te despiertas por la mañana. Apagas el despertador con el mismo fastidio con el que todas las mañanas realizas el mismo ritual que tanto desprecias. Lo aplazas quince minutos más (como si de ese modo pudieras descansar un porcentaje de sueño imprescindible para comenzar el día) y te adormeces al apoyar la cabeza nuevamente en la almohada.
La alarma vuelve a sonar y esta vez la apagas con cierta molestia oliente a resignación. Te incorporas en la cama. Sientes una mano en la espalda que - como si quisiera consolarte mientras sabes que va a seguir durmiendo - te acaricia y no puedes evitar un dejo de envidia.
Intentas dirigirte hacia el baño, pero notas una bruma en el aire que te impide ver. Crees que tu vista está nublada por el sueño y te restregas los ojos. Vuelves a mirar la habitación y, nada... sólo bruma.
La despiertas; pero ella duerme pesada y plácidamente. Miras a tu alrededor y no puedes ver. Notas (no sin una pizca de desesperación) que una espesa niebla cubre la habitación.
Buscas la forma de ir a tientas hasta la puerta. Tienes un vago recuerdo (nunca antes has debido pasar por una experiencia similar) de dónde están los muebles; así que puedes esquivarlos casi con facilidad, aunque chocándote algún que otro borde. Sigues caminando con la esperanza de llegar hasta la puerta del balcón; pero no puedes ver. La visibilidad dentro de tu propio cuarto es casi nula.
Intentas coger el teléfono y marcar. Llamando... (nada).
Vuelves a tu cuarto (un poco más preocupado que antes) y levantas la voz como para que ella te escuche; pero parece estar demasiado dormida, porque nuevamente estira su mano y te devuelve una caricia ,sin articular palabra. Piensas entonces en prender la TV.
Si habitualmente pierdes el control remoto éste no ha de ser precisamente el mejor día para encontrarlo. Desistes toda idea de búsqueda y te diriges al ordenador. No sabés cómo ni de qué manera, pero la silla está allí y la encuentras fácilmante y sin tropiezos. Inicias sistema... obtienes rápidamente, señal para conectarte sin inconveniente alguno y buscas dar con una red social que te permita ver usuarios en línea.
Te concentras en tu tarea y por unos instantes te olvidas de la bruma. Lo consigues. Finalmente hallas acceso a una red social y allí encuentras a tus contactos online. Algo te distrae. Inicias conversación con tu amigo del colegio secundario quien te invita a una próxima reunión de egresados promoción 1992.
Te dejas llevar. Te arrastras por ese espeso sopor que te envuelve lentamente y te quedas horas, sumergido en la conversación de chat.
Han pasado demasiadas horas y apenas si recuerdas su mano y el reloj despertador. No te inquietas. Nada altera tus nervios. El tiempo no ha transcurrido en tu espacio. Decides faltar a tus obligaciones de ese día. Te sientes cansado. Tu visión está llorosa de tantas horas que has pasado frente al monitor. Buscas la forma de llegar hasta la cama.
Tanteas, te acercas... la niebla se ha vuelto más espesa: no te permite ver la hora en tu reloj.
Sabes que ella está allí porque escuchas su respiración. Por un instante se te ocurre la absurda idea de que bien podría no ser ella quien esté a tu lado. No puedes verla. Su mano ya no te acaricia. Te acuestas y rozas su espalda; pero no puedes ver tampoco a tan corta distancia. Te acercas a su rostro. Sólo sientes el calor tibio de su respiración. Sabes que está allí. Te tranquilizas. No estás solo.
No puedes dormir. No consigues conciliar el sueño. No importa la bruma ni quién está a tu lado. Sabes que tus amigos están allí, y la idea te reconforta. Te acercas como puedes (la niebla sigue aumentando) hasta el ordenador que ha quedado encendido. No puedes ver con claridad la pantalla, pero activas la función para disminuídos visuales y una voz te lee lo que otras personas escriben. No te atreves a preguntar si la niebla ha llegado a sus casas. Sólo escribes a tientas y una voz mecánica reproduce lo que has acabado de escribir. Pulsas ENTER y publicas: “Gracias a ustedes, por estar allí, del otro lado”