lunes, 8 de junio de 2015

Sentido consentido

Me agrada salir a la mañana temprano, y respirar.
Respirar aire puro, fresco. Ya sea el de un amanecer radiante o el del olor a suelo bautizado, anunciando un chaparrón.
Respiro la urbe, – sin mayores posibilidades - con sus escapes ensordecedores y contaminantes, con transeúntes respirando la humedad hasta en los intersticios de su piel expuesta. Respiro del mismo suspiro que su aliento, y en cada exhalación se lo devuelvo más saturado cada vez.
Respiro desde el ómnibus la transpiración impregnada de hastío de las monótonas jornadas. Respiro el bramido del chofer automatizado por la actividad que lo agarrota en su butaca.
Y no puedo evitar el “respirar la oficina”, con su hálito de inercia; y al gerente de la empresa con su efluvio de vaivén emocional.
Respiro a mis colegas alienados, con su fetidez ansiosa de oír el tic tac del aquel reloj marcando “doce”.
Respiro el susurro angustioso de las saetas del reloj de pared; el cual me arroja a la irrecusable idea de que somos tiempo, y de que el minuto se cumple, estando nosotros aquí dentro, siendo poco menos que prisioneros de sus manecillas capitalistas.
Respiro el paladar del mediodía, ávido de gustar de la delicia de un nuevo manjar del restó… y como una incisión en mi jadeo agobiante (quien me avizora en tantas ocasiones), me permito disfrutar del aroma de los condimentos, muy a sabiendas de que ya se empieza a percibir en el aire, ese pestífero momento de regresar a la oficina; la cual me emplaza con su emanación de bibliorato.
Respiro la apatía de los días, en los semblantes de quienes me rodean, en las esperanzas de respirar aire diáfano, distantes ya de tanto displacer y alienación.
Respiro mi reloj y dan las dieciocho. Me marcho con mi portafolios, oliendo sus ganas de desandar en casa, de arrebujarse en el estante, de deshacerse hasta volverse polvo.
Respiro “el olor a pino” del taxi de regreso. La conversación trivial de quien respira el mismo auto y escucha todo el tiempo las respiraciones fastidiadas de los pasajeros que resoplan vivencias a su oído.
De regreso a casa, respiro a mi perro. La frescura que emana de su recibimiento refresca mis sentidos, y puedo oler su tufo perruno (incomparablemente suyo). Y lo amo aún así, con sus vahos de callejero incurable, revolcándose en las zanjas.
Respiro el césped de mi jardín, y las flores que intentan bienvenirme, asomando brote a brote.
Respiro el agasajo de mi hijo, con su fragancia entremezclada de mamadera de las dieciocho y shampoo de las dieciocho treinta. Respiro su perfumito a inocencia, a balsamito de mi alma, emanación de mi felicidad extrema.
Respiro a mi esposa, con su olorcito a familia, a beso de buenas tardes con olor a mate y bizcochito, su pelo lacio con fragancia a Luisa, a toda Luisa y su indefinible pero inigualable perfume de mujer, que desboca todos mis sentidos.
Respiro el aroma de la cena. Degusto los sabores que, presiento, conforman condimentos de mi plato con sabor a hogar. Respiro la paz de mi refugio, el amor de Luisa en delantal, los ojos tiernos de Martín.
Respiro esos ojitos húmedos de sueño, que me piden que lo abrace y que le cuente un cuento. Respiro el olor de sus sábanas, las esencias de las perfuminas en el acolchado, la serenidad de su sueño imperturbable, la belleza de su asombro en permanente estreno. Respiro el olor de su peluche entremezclando alguna baba nocturna, con el aroma del jabón en polvo de algún lavarropas con fauces devoradoras de baboseos, lágrimas y caramelo pegoteado.
Respiro las ganas de reencontrarme, de abrazarla, de entrelazarnos en el cuarto, y me ducho en un solo respiro. La respiro a ella, y a sus deleites. A toda ella, y a sus caricias… y la esencia que emana de nuestros cuerpos en el momento del letargo. Alquímico efluvio que nos aúna, en una sublime fragancia que sólo puede conjugarse con la unión de nuestros contornos.
Respiro su abrazo rendido, su aliento a buenas noches, mis ganas de rodear su cintura hasta sentir el destello de las horas silenciosas que inducen al descanso. Y así me voy adormeciendo, perdiéndome entre sus piernas y su cintura. Perdiéndome allí, entre el aroma que aún persiste de las lagañitas dulces de Martín. Extraviándome entre los olores de mi cuarto y de mis seres queridos, siento el olor de la vida... Y ahuyento el olor de la muerte cuando se asoma a la ventana y le argumento que aún no es tiempo; y que su olor no me transporta hacia ningún lugar deseado, y que aún elijo cada día, (y a pesar de las mañanas con olor a tedio), regresar a mi pestilencia cotidiana de oficina, y continuar a la salida, respirando futuritos junto a ellos.