jueves, 18 de octubre de 2012

Zoombras de humanidad


Ahora nos sentimos realmente representados por quien corresponde. Finalmente fueron comprendidos nuestros derechos.
Ya hartos de ser el foco de atención, de ser colocados tras el encierro sin ser consideradas nuestras necesidades (es indudable que todo ser que haya nacido en libertad adquiere por el mero hecho de existir el más indudable e innegable respeto sobre su integridad), de llevar una vida plagada de privaciones (producto de la invención humana). Hartos de ser juzgados como "diferentes", finalmente han sido admitidos nuestros derechos. Nos declaramos abiertamente en conformidad con las reformas acaecidas en nuestra justa defensa.
Ya en otros países (y hasta en algunos lugares de nuestro país) se han llevado desde hace años proyectos sobre espacios abiertos (nuestro verdadero hábitat, dada nuestra especie) en medio de los cuales nosotros somos libres de transitar con comodidad y pleno resguardo de nuestra seguridad y son ELLOS quienes deben mantenerse lejos del límite establecido. Padecíamos desde inmemoriales generaciones la injusta realidad de tener que ser despojados de nuestra Madre Naturaleza (que parecía no correspondernos).
Durante siglos de humanidad debíamos realizar innumerables pruebas (cual animales de circo) para ganarnos el sustento que algunos nos quitaban y hasta inclusive nos vimos forzados a llevar una vida "artificial" basada en el encierro entre pares.
¿Pares?¿Quién medía la "paridad y disparidad" de nuestras esencias?
Ahora sí sentimos que se ha hecho justicia. Ahora somos nosotros quienes tenemos la posibilidad de caminar por las calles libremente y el cerco que nos divide con respecto a ellos es tan preciso que delimita exactamente hasta dónde pueden llegar este tipo de seres y cuál es marcadamente el límite entre su libertad (la cual comienza donde termina la nuestra).
Ellos no pueden acercarse a nuestro perímetro (y si lo hacen, hay leyes estrictas que preservan nuestra seguridad). En caso de hacerlo, sólo deberán realizarlo so pretexto de ayudarnos y con previa autorización por nuestra parte y avalados por las autoridades que nos representan, previo rellenado de formularios que acrediten la más bienhadada de sus intenciones y plagada de requisitos indispensables que nos garanticen la veracidad de sus voluntades individuales y/o colectivas. Nosotros tenemos la plena libertad de circular y ellos ya no pueden excusarse de tener que mantenernos entre rejas como si fueran una "especie superior". Hemos alcanzado al fin nuestro objetivo. No comprendemos por qué les cuesta tanto acostumbrarse. Ya hay zoológicos con estas características (lo hemos enmarcado al principio de este discurso), y considerando que el hombre como especie, forma parte ni más ni menos que de "la especie animal", nos encontramos hoy ante la luz de los hechos que ésta vez son más que justos para nosotros. Los mismos Nosotros, los antes denominados "presos", por una sociedad que se sentía con derecho a quitarnos nuestra libertad, somos ahora quienes caminamos libremente por las calles y nos despojamos de las rejas que nos hacían sentir como animales de exposición y experimentación social.Finalmente fuimos reivindicados y resarcidos como humanos (con derecho a equivocarnos... después de todo lo mismo da un crimen más, un crimen menos en el marco de una humanidad desperdiciada) y nuestros abogados defensores salieron victoriosos con el aval del nuevo gobierno.
Finalmente, y ya en el Siglo XXIII se ha encontrado nuestro lugar y el de " ellos" (El primer zoológico humano en la historia de las civilizaciones). Que sean ellos (de todos modos son minoría y se creen superiores por el simple hecho de no incurrir en banales delincuencias cotidianas tales como violaciones, asesinatos, secuestros, estafas, atentados contra la integridad física y/o moral, maltrato infantil, trata de personas,etc,etc,etc) quienes se encuentren tras el enrejado perimetral que los encarcela. Son más los hechos enumerados que nos posicionan como "humanos" a nosotros que a ellos, "extrañas excepciones a la regla", conservadores, dogmáticos y alejados de la "ley de la jungla" y la "supervivencia del más apto" que rige desde inmemoriales tiempos.
Desde los inicios de la humanidad todas las especies (animales y vegetales) han producido transformaciones de toda índole para alcanzar la adaptación al medio. Son involucionados, deben aceptarlo. Nosotros ya padecimos injustamente siglos y siglos de cárcel por culpa de la falta de adaptación al medio de unos pocos.
Al fin se hizo justicia, amigos! Finalmente somos LA LEY IMPERANTE y la palabra "delincuencia" ha sido erradicada de los diccionarios y prohibida en los medios oficiales, por considerarla discriminatoria y ofensiva moralmente. No somos ni fuimos "delincuentes", solo hemos sentido y actuado de manera diferente puesto que ningún individuo es igual a otro (verdad de perogrullo negada durante siglos).
Al fin todos somos iguales! Que ellos lloren a sus muertos del otro lado del cerco (de igual forma nadie les garantizaba la inmortalidad y es una falacia creer que esas personas no iban a morir de no haber sido por nuestros insignificantes actos que ellos calificaron como "asesinato" sin tener en cuenta nuestra necesidad de matar, nuestra avidez de violencia que nos fue negada como si no formara parte de nuestra herencia ancestral y parte por ende, de nuestra naturaleza). Les decía amigos, finalmente que hoy "ellos lloren a sus insignificantes vidas perdidas" mientras nosotros celebramos finalmente, la proclama de la bandera flamante de nuestros derechos humanos.

sábado, 5 de mayo de 2012

Los herederos

Luego de pasar toda una noche en vela con esos síntomas extraños pensó que ante cualquier eventualidad quería dejar un testamento. Cierta cantidad de días feriados consecutivos dificultaban el encuentro con su abogado, y por más que llamara insistentemente al celular de éste, nadie contestaba. Nerviosa, pasaba sus días en la cama intentando hacer un inventario de todo aquello que podría (con una simple firma en un papel) hacer feliz a cada uno de sus seres queridos. Es increíble, pensó, el poder de una firma: Con ello grandes dictadores masacraron pueblos enteros, o pequeños dictadores de un insignificante reinado imaginario podrían dejar en la calle a alguien que paga los platos rotos ajenos, una simple rúbrica al pie bastó para arrojar la bomba de Hiroshima. Con una firma se puede hacer justicia... con una firma se terminan las cartas de amor... Pensó (en otro orden de cosas) en quién cuidaría mejor de su gato, en manos de quién dejaría a su perra, a quiénes donaría su biblioteca, quién sería inmensamente feliz si tuviera su computadora portátil y su cámara fotográfica, su guitarra y los demás instrumentos... Las horas se le escurrían entre pensamiento y pensamiento (desde los más banales hasta los más profundos), en ese sopor a dos aguas que pulseaban la vida y la muerte tomadas de la mano. Pensó en esas gemelas con rostros opuestos (como siempre las llamó) como nunca antes lo había hecho. Repensó SU PROPIA MUERTE. Pero no como un beneficio que la redimiría del sufrimiento, sino como un hecho que dejaría sumidos en la tristeza a un puñadito de personas que conformaban su entorno más inmediato. Nadie es indispensable y ella era conciente de que la vida es mucho más que la simple aparición y desaparición sucesiva de nuestros seres queridos. Tuvo la certeza de no saberse imprescindible, pero por primera vez en mucho tiempo, también supo que (al menos para algunos), su ausencia no pasaría desapercibida. Recordó también aquellas ramas mutiladas del árbol genealógico y llegó a la conclusión inmediata de que el vacío nunca podrá perder su “inexistencia” (paradójica presencia), y se resignó (otra vez) a que las cosas siguieran su curso. Desde hacía años habían dejado de doler como deja de doler un quiste cuando lo extirpan, y se había acostumbrado a que ciertos destinos no se tuercen ni siquiera (como si poco fuera) con amor. Después de mucho tiempo los silencios no perturbaban, aquellas caricias no faltaban, la compañía era ni más ni menos que la necesaria, la soledad en compañía de unos pocos le bastaba y se encontraba cara a cara con la vida (y contradictoria y nuevamente cerca del final). Sólo una cosa cambiaba: su manera de ver al otro. Ese otro ya no era motivo de castigo (el castigo, si lo hubiera, era anterior a ella, sería otro o será uno diferente, pero nunca le correspondió ni le corresponderá gracias a Dios), ni el destinatario de la culpabilidad sin dueño (pero con toda responsabilidad, nombre y apellido), ni el chivo expiatorio de un pasado cargado de laceraciones. Era por primera vez en una vida entera, alguien a quien agradecer. Fue entonces cuando se le ocurrió que era hora dejar manifiesta su última voluntad. Dejó previstas cuatro pequeñísimas herencias y rezó una plegaria para que Dios le concediera su sencillo deseo. Semanas más tardes falleció. Por estricta orden de puño y letra no se realizaron obituarios y sólo hubo llamadas telefónicas destinadas a seres específicos. En medio del funeral, el sacerdote (según voluntad expresa de quien feliz y para siempre pudo colocar su punto final) repartió los cuatro sobrecitos transparentes ( al parecer vacíos) a sus correspondientes herederos. Al abrirlos, cada uno de ellos pudo sentir un suave hálito que se disipaba por el aire, y una caricia que les embriagaba el alma, colmándola de inmensa paz desde ese instante y para siempre.

sábado, 14 de abril de 2012

Cromos ¿o más?

Nunca tuve problemas de vista, aunque debo reconocer que tuve demasiadas limitaciones para ver cosas que ocurrían cotidianamente a mi alrededor; no obstante esta mañana me levanté con una extraña sensación en los ojos (suelo echarme cargos, existe la posibilidad de que la realidad haya cambiado y mis pupilas estén viendo lo correcto, pero eso no lo podré comprobar hasta que no llegue a mi trabajo y consiga consultar el hecho con alguien más, o alguna circunstancia exterior me lo compruebe).
¿Por qué será que desconfío tanto de mi percepción sobre la realidad? ¿Por qué necesito de una segunda, y hasta quizás una tercera opinión, no conformándome con la certeza con la que cualquier otra persona dictaminaría la irreductible sentencia que caería con todo el peso inescrutable de la verdad absoluta?
La noche anterior había tenido un extraño sueño (o quizás no): un insólito mensaje de texto me despertaba (o despertó, la conjugación verbal variaría – o varía – en caso de ser fehaciente o no) con un enigmático contenido acerca de determinados cambios en mi entorno laboral. Los roles de todos los trabajadores se encontraban prácticamente indefinidos, o (paradójicamente y entrando nuevamente en el terreno de la duda) más nítidos que nunca. Posiblemente el sueño (pesadilla o verdad) era un incipiente síntoma de cierta incubación de mi inexplicable padecimiento oftalmológico - pensé,
Me costó muchísimo llegar hasta el trabajo, Los cambios sobre los puntos de vista (¿o sobre los puntos para ver?) sumados al rumiar incesante de mis pensamientos me turbaron durante todo el recorrido,
Yo era un mero soldado. Uno más, entre otros tantos, No había aspirado a un cargo más elevado y posiblemente la movilidad social en la que me desenvolvía no me lo hubiera permitido.
Marqué tarjeta de horario y me aposté en mi puesto de trabajo, Para sorpresa mía todos los puestos habían sido “de algún modo modificados”. Llegar a la rutina laboral a veces reconforta en comodidad, y otras veces hastía en la tediosa monotonía de lo predecible; pero éste no fue el día.
Mi posición era la misma, pero no estaba igual, por lo tanto me sentí perdido en cuanto a mis tareas. Si cambia el entorno, es necesario acomodarse a las circunstancias; sin embargo al no ser avisados (o el mensaje de texto había sido real, o bien había sido premonitorio, me permito el beneficio – o perjuicio- de la duda) sobre las reformas, no teníamos la más mínima idea de cómo debíamos desenvolvernos,
No tuve más opción que romper el silencio y preguntar:
- Soldado II ¿usted también siente que hay algo diferente en el día de hoy?.
- En unas cuántos aspectos, Soldado I. Pero no sé si debería comentarlas con usted o mantenerlas en reserva, puesto que no sé si pertenecen a un aspecto privado o público,
- Caramba – comenté– me encuentro en la misma encrucijada. Pero como sé fehacientemente que soy una persona insegura creí que era algo que me ocurría solo a mí.
- Yo nunca he sido una persona insegura, contestó. Aguarde un instante.
Se colocó de espaldas hacia mí y no sé si fue un error de mi percepción o qué, pero pude notar que el uniforme en su espalda se tornaba del color opuesto. Paradójicamente, mi uniforme estaba también modificado en su coloración, pero en sentido contrario,
- Póngase también usted de espaldas hacia mí, me dijo. Sólo de ese modo podremos hablar “cara a cara”, sólo de ese modo habrá verdadera comunicación.
Obedecí sin comprender. Confesó entonces que había tenido la certeza de haber recibido una notificación por parte de un número desconocido, en la cual un breve mensaje de texto decía que los colores y las metodologías de trabajo iban a ser modificados. Si bien los puestos iban a ser físicamente los mismos, los cambios en la infraestructura modificarían también las reglas de convivencia y las tareas asignadas. Confesó también que aún no comprendía el alcance de aquella reforma.
Segundos más tarde se colocó de frente a mí, me dedicó una sonrisa leve y se mantuvo en silencio, apostado en su lugar.
Mis compañeros llegaron tarde (nunca lo habían hecho hasta entonces) y no realizaron comentario alguno, pero pude ver que los uniformes eran distintos. Los rostros de algunos eran de desconcierto, otros de absoluta conformidad y unos pocos dejaban traslucir su más absoluta discordancia.
No sabía si dialogar con los primeros o con los últimos. Opté por esperar.
Los caballos salieron autómatas de sus caballerizas y se colocaron en su lugar asignado. Pensé que corrían con la ventaja de no poder pensar ni hablar. Nuevamente sentí esa sensación de extrañez en mi vista, pero tampoco lo consulté con nadie.
Los rangos superiores no conversaban, no poseían expresión alguna en su rostro que delatara ni la más mínima sensación pero un clima de incomodidad anárquica se apoderaba de la jornada. Finalmente (e inexplicablemente) fuimos todos convocados hacia la torre para mantener una conversación con el Rey y su esposa, la Reina, por quienes todos guardábamos el más sincero afecto gracias a su infinita belleza y bondad.
También ellos vestían de forma diferente, La Reina, acostumbraba a vestir de blanco, conforme a su benévola personalidad, inexplicablemente vestía corset negro y falda blanca y gritó ante todos nosotros que a partir de ahora las cosas serían diferentes (conforme a los cambios que habían sido impuestos desde “arriba” y que todos debíamos acatar rigurosamente las órdenes, sin movernos ni un ápice de lo establecido en el presente y borrando toda huella del pasado),
Nadie dejaba en claro cuáles eran las nuevas órdenes, ni a quién obedecíamos, ni el por qué de las variaciones. Con un grito desacostumbrado para nuestros oídos nos obligó a retirarnos. Antes de salir de la sala, pude ver cómo se colocaba cabeza abajo y la expresión de su rostro entristecía, piadosa y conmovida con las novedades. Segundos más tarde, erguida sobre sus dos piernas recuperaba la severidad en su ceño y se desvanecía hasta llegar a la nada su mirada melancólica.
Volvimos a nuestros puestos (los cuales solo podíamos diferenciar porque conocíamos nuestra posición espacial con respecto a nuestros colegas; puesto que como ya expliqué anteriormente, nada estaba como antaño).
En otro tiempo hubiera sido antirreglamentario colocarme de espaldas al frente de combate, pero tuve la necesidad inexplicable de colocarme absurdamente de ese modo. No debe de haber sido tan absurdo, porque descubrí que de ese modo mi inseguridad se disipaba y entonces supe con certeza que los achaques que le adjudicaba a mi vista no eran un problema sino una evidencia. Todo estaba de distinto color y no padecía ninguna clase de daltonismo. Si por algo nos caracterizábamos era por los uniformes blancos, y en este preciso momento todos, absolutamente todos llevábamos uniformes con blanco, y negro. Incongruentemente algunos llevábamos mitad de un color y mitad de otro, pero no todos teníamos la misma mitad del mismo color. Algunos llevaban saco blanco y pantalón negro, otros pantalón blanco y saco negro, otros saco y pantalón negro si eran vistos de frente pero blanco si se los veía de espaldas, otros al revés y hasta inclusive se daban combinaciones extravagantes de mitades derecha e izquierda (de frente y/o inversa) de diferentes colores, o todo el uniforme blanco a excepción de una manga del saco, o el pantalón con piernas opuestas y hasta creo haber visto a alguien por ahí todo vestido de negro con sólo una pierna blanca. Las combinaciones eran infinitas. No había de algún modo ni dos iguales, ni dos opuestos. Cuando los uniformes eran opuestos, los rangos jerárquicos eran diferentes, por tanto invalidaba la contraposición.
Los puestos de combate que anteriormente estaban definidos por los colores, sufrían la misma transformación. Perdidos (algunos se animaban ahora a confesarlo, otros no lo harían nunca) no sabíamos muy bien cómo debíamos actuar en caso de ataque de las tropas invasoras.
Al cabo de un rato, la campanilla de alerta sonó y todos supimos que nuestro destino quedaría marcado para siempre en este extraño combate en el que nadie sabía muy bien cuál era la estrategia de defensa ni de ataque.
Enorme fue la sorpresa al descubrir que las tropas enemigas corrían con la misma suerte. No eran exactamente réplicas nuestras, puesto que las combinaciones eran prácticamente infinitas como para que coincidan con exactitud, por tanto las reformas invalidaban toda posibilidad de confrontar. ¿Cómo embestir si no es un enemigo y es meramente “un ser diferente”? ¿Cómo y hasta inclusive por qué debíamos combatir cuando ni siquiera los campos de acción y los motivos de la batalla estaban claramente delimitados? ¿Qué territorio defender?¿Quién o qué parte de sus reyes y los nuestros (¿o es que acaso ahora todos formábamos parte de un todo?) eran del todo una cosa u otra? ¿Cuál era ahora la definición de la palabra patriotismo, cuál ahora la concepción de la palabra límite?
Esta pregunta pude sólo contestarla cuando el alfil (no sabría decir con exactitud cuál de los cuatro) intentando hacer un movimiento en diagonal descubrió que ya no había diagonales ni caminos por recorrer en dirección a un punto establecido y en medio de la confusión me tumbó de espaldas.
Los caballos y las yeguas (también las hay, sólo que por una cuestión de género nunca se las mencionó como heroínas de grandes batallas ganadas) se apareaban sin distinción.
No quise interiorizarme sobre las relaciones interpersonales entre los matrimonios de la realeza (supongo que posiblemente haya sido porque los miraba de frente).
El Soldado II (de espaldas) me sugirió entonces que organizáramos un motín volviendo a desempeñar nuestros cargos de la manera en la que lo hacíamos antes,
- Es cierta la frase de que todo tiempo pasado fue mejor, dijo. Aquí todo es un caos, todos somos lo mismo, todos somos un poco parte del otro y carecemos de individualidad. No hay definición absoluta con respecto a nuestra identidad.
- De cara a sus espaldas contesté: ¿no será esa la verdadera condición del cambio?
No sé qué ocurrió después. Dudo que quien manejaba nuestros destinos haya escuchado la conversación. Si la escuchó o bien no la comprendió, no quiso compartir mi visión (válgame la ironía), o estaba en desacuerdo conmigo,
Fui arrojado con violencia en la caja de madera, junto con las demás piezas, y el tablero de lo que alguna vez fue nuestro ajedrez fue colocado encima nuestro como la tapa de un ataúd que se selló definitivamente sobre nuestras cabezas.
Aún esperamos a nuestro “Mesías”, que nos rescate del olvido, y regule las pautas de este extraño y nuevo juego en el que sin guerras ni rivales, cada cual se topa con su adversario en la cruda realidad de su interior. “La lucha no es nunca con el afuera, sino con el adentro”, alcancé a decir certeramente, boca abajo, antes de que la cajita sea guardada en el cajón.

viernes, 24 de febrero de 2012

Contracara (Cartas IV)


El hijo recordó las sabias palabras de su padre y las llevó para siempre guardadas en el corazón. Un consejo a tiempo siempre es bien recibido, y aunque aún no comprendía para qué habrían de serle útiles, no dudó en atesorarlas.
Viajó con rumbo desconocido al quedar huérfano de lazos y conoció todo le que le hubo sido necesario para formar su temple.
Una vez que el tiempo le devolvió la sonrisa y las ganas de formar proyectos, entonces sentenció:
-Quiero ser yo quien cargue con la cruz.
Creyó, que era una meta inalcanzable; pero la meta lo alcanzó a él.
Se topó por el camino con querellas y querellantes inflexibles, y con su estandarte al frente combatió contra toda posible resquebrajadura del destino.
Como si los molinos de viento y los caballos cansados le resultaran poca cosa continuó adelante e intentó disuadir a los detractores de la vida y de la esclavitud hacinada en paquetitos de guardar. Pretendió ponerle cepos a la autodestrucción ajena y mantener a quien pudiera a salvo de la inefable muerte que se vende en las esquinas, por el módico precio de veintiún gramos cada sobre. Pero de nada sirvieron sus buenas intenciones. Las cartas ya están jugadas de antemano y no pudo más que proseguir su marcha sin detenerse más de lo que le permitieron sus propias tentaciones.
Acompañó a la soledad, cantó en el silencio y escribió promesas en el aire (porque sabía que a toda clase de palabra se la lleva el viento y que la vida sólo se compone de hechos). Ni siquiera lo escrito tendrá jamás el peso, la contundencia de la incondicionalidad ante el paso del tiempo.
Intentó remendar su error, cada vez que se dio cuenta de que sin quererlo, había provocado tristeza, y cometió la más habitual de las vilezas humanas manteniendo el silencio cuando (pudiendo poner la otra mejilla), decidió mantener la frente en alto y salvaguardar su ego.
Luchaba por ser mejor y a veces lo conseguía, aunque otras tantas (la mayoría de las veces) la realidad se le escurría entre los dedos y caía en la cuenta de que todo era un engaño que se fabricaba a sí mismo para no convencerse de su mediocridad.
El camino recorrido nunca le era suficiente. Paradójicamente al camino tampoco le bastaba con saber que él lo estaba transitando y se satisfacía en exigirle siempre un poco más.
Entonces apareció ella. Los rodeos no cuadran cuando debe hablar el corazón. Pensó que era hora de deleitarse en lo bello para perfeccionar su alma, y la besó.
Cuando menos lo esperaba se encontró haciendo el bien sin proponérselo. Siempre que así lo deseó también hizo sufrir con intención. Le resultó imposible reconciliarse con su naturaleza insensata. Ella supo cuándo era el momento exacto para retribuir el último beso. Juntos desandaron el camino.
Peregrinaron junto a su féretro algunos de los que habían recibido sus buenos actos, y paradójicamente otros que habían sido víctima de su costado humano. Algunos alcanzaron a comprender que aunque tuviera aspiraciones beatíficas había quedado inconclusa su imperfectísima misión. Su trazo se deshilvanó cargando cruces ajenas y no mirándose al espejo. Difícil fue el segundo en el que el beso le escupió en la cara tamaña desvergüenza.

miércoles, 22 de febrero de 2012

El género de la tristeza.


La conocí poco después de la vuelta de mis vacaciones por Mendoza. Cuando llegué a mi ciudad natal, un incidente me llevó a levantar cargos en la comisaría de la mujer, y allí delante de mí estaba una muchacha como de mi edad.
No parecía triste, preocupada, ni con daños físicos. Era rubia, excesivamente flaca y joven, pero de esa juventud que denota en el rostro que los años pasaron dejando una huella, y no han caminado precisamente de puntillas para llevarla de la mano y acurrucarla en su regazo.
La mujer que atendía en la oficina principal le dijo que si pensaba denunciar una agresión debería dirigirse al hospital más cercano en el cual la examinarían y una vez extendido el certificado que acreditara el motivo de su denuncia recién podría levantar cargos contra su agresor.
Lo cierto es que la joven parecía extraviada, y al dirigirme una mirada de auxilio (según pude interpretar en la impasibilidad de su rostro) me ofrecí a acompañarla. Sus gestos no dejaban entrever ninguna sensación. No tenía cara de angustia, ni de ningún otro sentimiento. Sólo había algo en su mirada que no me pude explicar (al menos en ese momento).
Pedimos un taxi hasta el hospital Rossi.
Mi compañera de viaje guardó un absoluto silencio durante todo el trayecto y me pareció que de alguna manera me dirigía un tímido “gracias”. En el vistazo oculto tras su cabello debilitado (quizás también por la misma vida que le robó la expresión del rostro), pude sentir que toda ella era presa de una suerte de miedo inexplicable (En el momento me era imposible expresar lo poco que ella me dejaba conocer sobre su historia; pero más tarde supe que no era la sería la única en no encontrar las palabras) Nos bajamos del taxi, descendimos las escaleras para llegar hasta la guardia y esperamos para que la atiendan.
Casi cuando estábamos acercándonos a la ventanilla donde se dejan sentados los datos, me pidió que fuera testigo de las marcas que “él” le había dejado.
Le comenté que no hacía falta que hubiera testigos, puesto que el certificado de por sí daba validez a su declaración. Además – pensé- yo no había estado en el momento en el que ella había sufrido la agresión; por lo tanto era falaz todo testimonio que pudiera ofrecer. Ella negó con un movimiento de cabeza y me pidió insistentemente que la acompañe.
Sin comprender demasiado en qué me estaba involucrando, dije que sí casi por inercia y me quedé a su lado.
Desde la guardia nos llamaron. Al entrar al consultorio, el médico preguntó el nombre de mi compañera. Allí me enteré de que se llamaba María Natalia. El profesional preguntó entonces qué dolor padecía, o más precisamente cuál era el motivo de su consulta.
María dijo entonces que había sido derivada desde la comisaría de la mujer para que quedara una constancia de los daños que “él” le había ocasionado, y así poder realizarle una denuncia.
No dio mayores explicaciones. Se negó a hablar. El doctor sin comprender demasiado le examinó el torso, luego la espalda, las piernas... La revisó íntegramente, pero no encontró ninguna marca reciente. Su cuerpo estaba ileso.
Sin comprender, el médico y yo nos involucrábamos tácitamente en una misma pregunta. ¿De qué se lo acusaba a “él”?
El especialista explicó entonces a María que no encontraba motivos para extender un certificado, y que tampoco podría hacerlo en caso de que ella no revelara ningún dato que pudiera salvaguardar de aquí en más su integridad, y protegerla de aquello que tanto la perturbaba.
María explicó entonces que ya había pasado por esta situación varias veces, y que había sido derivada a varios doctores, (inclusive algunos que se dedicaban específicamente al área de salud mental), pero que nadie había podido ayudarla.
El médico de guardia se mostró un poco más interesado en el caso. Era muy joven y estaba evidentemente recién recibido. Esta situación le resultaba todo un desafío, por el simple (¿simple?) hecho de saber que con su intervención podría prevenir daños. Sintió que su título profesional lo habilitaba para mucho más que extender una receta para medicamentos, diagnosticar, y corroborar “el lugar en donde duele”.
Entonces María confesó que le preocupaba que “él” la hiciera llorar.
En el triángulo que conformábamos, sólo una mirada quedó excluida y era la de la víctima, quien viró vergonzosamente su rostro hacia abajo.
No terminábamos de comprender el motivo por el cual “él” produciría su tristeza. El médico no pudo más que preguntar. Entonces María sacó una foto de “él” y rompió en un inconsolable mar de lágrimas. Se armó un silencio absoluto. Era evidente que “él” provocaba en ella un bloqueo profundo en su capacidad de expresión y que algo estaría haciéndole a la pobre muchacha coma para dejarla atónita, en el más absoluto mutismo. Algo grave habría de sucederle como para que una mera fotografía la sumergiera irreductiblemente en el desconsuelo.
Casi como si le hablara a una niña, el médico preguntó si “él” le pegaba, la maltrataba verbalmente, sexualmente, si la extorsionaba... María negó con un gesto y poco a poco, se fue calmando mientras guardaba la fotografía. El especialista pidió entonces a la paciente que explicara qué era lo que “él” hacía para desatar su llanto.
María explicó que hacía cinco años que estaba con Javier, y que “él” era el hombre más amable y compañero que jamás había tenido a su lado. Mientras tanto volvió a sacar la fotografía y se deshizo en llanto con solo mirarla un breve instante.
El médico (no sé si al borde de perder los estribos o en un impulso de necesidad de oxígeno) salió del consultorio y fue en búsqueda de algo que desconozco, dejándome sola frente a la situación.
Cuando quedamos las dos pregunté por qué me había pedido que le sirviera de testigo, y qué era lo que ella necesitaba que yo atestiguase.
- Mi llanto- contestó.“Él” me hace llorar. Con sólo verlo no puedo parar de llorar.
- No comprendo, contesté. Dijiste que era amable, compañero... ¿Estás ocultando algo? ¿Hay algo que quieras decirme que no puedas contar o que hayas sentido pudor como para confesarlo delante de un médico varón?
- No.- contestó con seguridad María. Sólo necesito que alguien vea que con solo verlo lloro, y que si bien lo amo, me es prácticamente imposible estar a su lado.
- ¿Por qué quieres denunciarlo?, pregunté.
- Porque me hace daño. ¿O no está claro? Necesito que alguien lo obligue a alejarse de mí. Me hace daño ¿no entendés?
Debo confesar que no me quedaban dudas de que “él” le hacía daño ( al parecer psicológico), pero que no había en apariencia motivos para involucrarlo en una denuncia policial, puesto que no le estaba haciendo nada.
- ¿Qué es lo que “él” hace, y que provoca tu llanto?, me animé a preguntar.
- “Él” sólo ES. Contestó mi compañera, como si el simple (o complejo) hecho de SER (y sin saber qué ERA) Javier me diera demasiados indicios.
- ¿“El”... ES?, respondí ¿ES qué?
- Sólo eso. Javier ES, y con el simple hecho de SER me hace mucho daño.

Me marché dando un portazo, sintiendo que había llegado hasta allí con la ilusión de ayudar a una muchacha que si no estaba loca, estaba al borde de serlo, y en caso contrario era dueña de una cordura que rebasaba mi discernimiento. Nunca supe si el médico regresó a su lado, si pudo realizar la denuncia, o qué fue de aquella noche para la gente que había quedado sepultada para mí, detrás del ruido de mi portazo inexorable. Muchos años después comprendí.
Una noticia en un canal de televisión anunció con todo el ruido de la prensa en casos que provocan morbo social, que comenzaría el juicio oral y público a un violador serial. Junto con el informe que brindaba el periodista que cubría el caso, se exhibía la foto del acusado. Al leer en los subtítulos que entre las víctimas se hallaba María, me fue imposible no evocar el recuerdo de aquella noche. La fotografía del preso me hizo pensar que Javier había estado abusando sexualmente de María durante esos ocho años, pero un instante después descubrí que el hombre que mostraban en la televisión no era el mismo hombre de la foto que ella guardaba en su bolsillo. Para el mayor de mis desconciertos, los periodistas anunciaban que “Hugo” era el nombre de quien habría consumado el hecho y que estaría preso desde hace siete años, por lo tanto deduje que Javier estaba con María desde un año antes del episodio que tuvieron la desgracia de vivenciar. Sólo entonces comprendí que María revivía cada instante, al ver a Javier, aquello que éste no podría nunca dejar de SER.