sábado, 5 de mayo de 2012

Los herederos

Luego de pasar toda una noche en vela con esos síntomas extraños pensó que ante cualquier eventualidad quería dejar un testamento. Cierta cantidad de días feriados consecutivos dificultaban el encuentro con su abogado, y por más que llamara insistentemente al celular de éste, nadie contestaba. Nerviosa, pasaba sus días en la cama intentando hacer un inventario de todo aquello que podría (con una simple firma en un papel) hacer feliz a cada uno de sus seres queridos. Es increíble, pensó, el poder de una firma: Con ello grandes dictadores masacraron pueblos enteros, o pequeños dictadores de un insignificante reinado imaginario podrían dejar en la calle a alguien que paga los platos rotos ajenos, una simple rúbrica al pie bastó para arrojar la bomba de Hiroshima. Con una firma se puede hacer justicia... con una firma se terminan las cartas de amor... Pensó (en otro orden de cosas) en quién cuidaría mejor de su gato, en manos de quién dejaría a su perra, a quiénes donaría su biblioteca, quién sería inmensamente feliz si tuviera su computadora portátil y su cámara fotográfica, su guitarra y los demás instrumentos... Las horas se le escurrían entre pensamiento y pensamiento (desde los más banales hasta los más profundos), en ese sopor a dos aguas que pulseaban la vida y la muerte tomadas de la mano. Pensó en esas gemelas con rostros opuestos (como siempre las llamó) como nunca antes lo había hecho. Repensó SU PROPIA MUERTE. Pero no como un beneficio que la redimiría del sufrimiento, sino como un hecho que dejaría sumidos en la tristeza a un puñadito de personas que conformaban su entorno más inmediato. Nadie es indispensable y ella era conciente de que la vida es mucho más que la simple aparición y desaparición sucesiva de nuestros seres queridos. Tuvo la certeza de no saberse imprescindible, pero por primera vez en mucho tiempo, también supo que (al menos para algunos), su ausencia no pasaría desapercibida. Recordó también aquellas ramas mutiladas del árbol genealógico y llegó a la conclusión inmediata de que el vacío nunca podrá perder su “inexistencia” (paradójica presencia), y se resignó (otra vez) a que las cosas siguieran su curso. Desde hacía años habían dejado de doler como deja de doler un quiste cuando lo extirpan, y se había acostumbrado a que ciertos destinos no se tuercen ni siquiera (como si poco fuera) con amor. Después de mucho tiempo los silencios no perturbaban, aquellas caricias no faltaban, la compañía era ni más ni menos que la necesaria, la soledad en compañía de unos pocos le bastaba y se encontraba cara a cara con la vida (y contradictoria y nuevamente cerca del final). Sólo una cosa cambiaba: su manera de ver al otro. Ese otro ya no era motivo de castigo (el castigo, si lo hubiera, era anterior a ella, sería otro o será uno diferente, pero nunca le correspondió ni le corresponderá gracias a Dios), ni el destinatario de la culpabilidad sin dueño (pero con toda responsabilidad, nombre y apellido), ni el chivo expiatorio de un pasado cargado de laceraciones. Era por primera vez en una vida entera, alguien a quien agradecer. Fue entonces cuando se le ocurrió que era hora dejar manifiesta su última voluntad. Dejó previstas cuatro pequeñísimas herencias y rezó una plegaria para que Dios le concediera su sencillo deseo. Semanas más tardes falleció. Por estricta orden de puño y letra no se realizaron obituarios y sólo hubo llamadas telefónicas destinadas a seres específicos. En medio del funeral, el sacerdote (según voluntad expresa de quien feliz y para siempre pudo colocar su punto final) repartió los cuatro sobrecitos transparentes ( al parecer vacíos) a sus correspondientes herederos. Al abrirlos, cada uno de ellos pudo sentir un suave hálito que se disipaba por el aire, y una caricia que les embriagaba el alma, colmándola de inmensa paz desde ese instante y para siempre.