En una región lejana del mundo, escondida en las profundidades de una montaña blindada, existía una sala secreta. Nadie del pueblo común sabía de su existencia, pero en ella se hallaba una máquina colosal llamada El Programador Global. Solo los líderes más poderosos del planeta tenían acceso. Con solo unos comandos podían activar guerras, firmar tratados, bloquear alimentos, mover ejércitos o sembrar la paz.
La máquina no tenía forma de humano ni pantalla de colores: era un engranaje oscuro, frío, con cables como raíces profundas. Cuando un dirigente se acercaba, la máquina brillaba levemente y mostraba un panel de decisiones: GUERRA, PAZ, SANCIONES, NEGOCIACIÓN, INVASIÓN. Y ellos elegían. Siempre elegían.
Durante años, los pulsos de la máquina hicieron temblar al mundo. Al sur, una guerra de diez años por recursos naturales. Al este, una ciudad arrasada en segundos. Al norte, niños sin escuela porque la opción “Recorte” fue elegida. Y cada vez que se presionaba un botón, la máquina vibraba y obedecía.
Hasta que una noche, mientras los líderes discutían acalorados sobre quién debía aplastar a quién, alguien olvidó cerrar la puerta. Era un error que jamás antes había ocurrido.
Un niño de unos ocho años, pequeño, con la ropa sucia y los ojos grandes de curiosidad, se había escapado de un campamento de refugiados cercano. Había seguido las luces sin saber a dónde llevaban. Entró sin hacer ruido. Los grandes no lo vieron. Ellos gritaban, insultaban, comparaban armas, calculaban pérdidas como si fueran fichas de un juego.
El niño se acercó a la máquina.
El panel brilló. La máquina detectó una nueva presencia. Jamás había sentido una mente así: sin ambición, sin miedo, sin odio.
El niño no sabía leer del todo, pero sí reconocía algunos símbolos. Vio el de una paloma, el de un corazón, y uno con niños jugando bajo un árbol.
Miró a los poderosos, miró la máquina... y presionó los tres al mismo tiempo.
La máquina titubeó. Algo se rompió dentro. Un zumbido llenó la sala. Los líderes se giraron, furiosos. “¿¡Quién tocó eso!?”
Pero ya era tarde.
En segundos, la red de misiles del mundo comenzó a desmontarse sola. Los tanques se detuvieron, las armas se derritieron como si fueran de cera. Las órdenes de ataque se volvieron palabras sin sentido. Las fábricas de guerra se apagaron una tras otra. Las pantallas se llenaron de flores, risas, y palabras nuevas: JUEGO, ABRAZO, DIALOGAR.
Los líderes miraron al niño, impotentes. El niño solo sonrió.
Y la máquina, por primera vez, se quedó en silencio. No porque se hubiera apagado, sino porque ya no tenía nada más que hacer. El mundo, gracias a una mente pura, comenzaba a sanar.