viernes, 25 de julio de 2025

La entrega de hoy

Cada mañana, a las 7:35, Sergio salía de su departamento en la calle Lavalle, esquivando los restos de sueño con el primer café mal preparado en un vaso térmico. Caminaba siempre por la misma vereda, en dirección a la estación. El tránsito rugía a su lado, y entre las sombras persistentes de edificios viejos, ya lo esperaba el ciego.
El hombre estaba siempre allí. Alto, delgado como una viga reseca, el rostro surcado de arrugas pero sin expresión alguna. Llevaba anteojos oscuros y una bufanda gris, incluso en días de calor. Extendía una mano firme, sin hablar, hasta que Sergio se acercaba. Entonces decía con voz ronca:
—¿Podrías ayudarme a cruzar, por favor?
Sergio no recordaba cuándo había empezado a hacerlo, pero ahora era rutina. Tomaba al ciego del brazo, y cada día éste añadía un detalle nuevo:
—Vamos a Belgrano 3245. Tengo que entregar algo. Es una carta.
El sobre siempre era igual: opaco, cerrado, sin nombre, sin remitente. El ciego se lo entregaba con la otra mano, como un acto ritual. Sergio, aunque extrañado al principio, cumplía el encargo. Entregaba la carta en la puerta indicada y seguía su día.
Pero cada vez que lo hacía, algo lo inquietaba: nadie abría la puerta del todo. Apenas un rostro borroso entre las sombras de una casa oscura, una mano que tomaba el sobre y desaparecía. Y luego, un portazo. Nunca un gracias.
Un lunes nublado, Sergio se animó a preguntar:
—¿Qué son estas cartas? —dijo mientras ayudaba al ciego a cruzar.
El hombre pareció tensarse.
—No es asunto tuyo. Solo hacé lo que estás haciendo.
Ese día la dirección cambió. Era una casa cerca de la Costanera, de esas viejas, con ventanales tapiados desde adentro. Cuando Sergio golpeó la puerta, esta se abrió de inmediato. Dos hombres lo arrastraron hacia el interior con fuerza inhumana. El sobre cayó al suelo.
—¡¿Qué hacen?! ¡Ayuda! —gritó, pataleando, pero nadie lo oyó.
Dentro de la casa reinaba el silencio espeso del encierro. Las paredes estaban manchadas, la luz era rojiza, y había un olor fuerte, dulzón, como carne pudriéndose con perfume barato. Sergio fue empujado hacia una mesa enorme, de madera vieja, marcada con cortes de cuchillo. Sobre ella, una mujer con ojos enrojecidos lo miraba fijamente.
—¿Querés ver lo que dice la carta de hoy? —le preguntó con una sonrisa vacía.
Abrió el sobre frente a él. Sergio reconoció su propia letra, aunque nunca la había escrito. La carta decía:
"Este es el envío de hoy. Cortalo fino, está joven."
Sergio gritó. Luchó. Pero no pudo evitarlo. Vio cuchillos, ganchos, una sierra. Y a lo lejos, mientras la sangre le empañaba la vista, el ciego esperaba en la vereda de enfrente, quieto, con su bastón apoyado en la pierna, girando levemente el rostro hacia él, como si pudiera ver.
Los días pasaron. Las noticias hablaron de una desaparición más. Un joven oficinista que nunca llegó a la estación. Nada sospechoso, nada relevante.
A las 7:35 del martes siguiente, el ciego estaba nuevamente en la esquina. Otro transeúnte se acercó, de buena voluntad.
—¿Quiere que lo cruce?
El hombre ciego extendió un sobre y dijo con tono amable:
—Sí. Vamos a San José 418. Por favor, entregá este sobre.