lunes, 18 de enero de 2010

La huella

Cuando la conocí, supe de inmediato que quería estar con ella. Tenía todas las características de la mujer que yo buscaba, pero por sobre todas las cosas, era lo opuesto a mi madre.
La conocí en una disco. No sé si fue a la semana o un tiempo después, se me ocurrió la brillante idea de enviarle flores al trabajo. Todo entusiasmado la llamé por teléfono y le pregunté en qué sector trabajaba. Una respuesta esbozó algo así como:
-¿No serás tan cursi de enviarme flores o bombones al trabajo no?
Tímidamente y disimulando mi cursilería, inventé cualquier otra excusa.
Lo cierto es que me prometí no regalarle flores hasta los cincuenta años de casados, en los que le enviaría cincuenta rosas amarillas.
Ella no lo sabe, ni lo sabrá. En un momento quise que sea sorpresa. Pero ahora ya no podría dárselas. La amo. Y todos estos años mi máxima preocupación fue hacerla feliz.
Tal vez nunca llegue a saber lo de las flores. No creo que me hayan quedado otras cuentas pendientes.
Sinceramente hablamos muy poco de nuestra vida privada con los demás. Y ella me acompañó en esa privacidad. Nunca supe si resguardé mi privacidad por algún antiguo dolor adolescente o sencillamente porque preservar la intimidad de uno, es quererse.
Como cocinarse algo rico, o cocinarle algo rico a ella.
Sé que cometí errores, pero ahora ya no importan; mi familia, mis amigos, mis seres queridos, sabrán disculparlos y entender que todo ser humano comete errores. Otras cosas no podrán comprenderlas nunca, o tal vez sí.
Sólo sé que quiero verla feliz. Y a mi familia y mis seres queridos también.
Nadie tiene una explicación y si en verdad fuera yo quien escribe este texto se las estaría dando, porque de este lado es donde se supone que uno halla todas las respuestas.
Pero no puedo darlas, no porque no las sepa, sino porque mi sangre desconoce las respuestas y solo puede escribir, solamente con su imaginación como herramienta y muy pocos datos certeros del antes y el después, que la amé con toda mi alma, también a mi familia aunque a veces no pudiera expresarme porque la sangre tira y no podía perder muchas cosas mal aprendidas y aprehendidas contra mi voluntad.
No sé si tengo o no una deuda con ella. Tal vez todo esto sea un aprendizaje para todos, para mí también. Pero no puedo expresarlo. Sólo puedo asegurar que estuve esa noche con mis seres queridos, disfrutando de su presencia y divirtiéndome sin más que una sonrisa para regalarles.
Los amo, eso puedo asegurarlo, pero no más que eso, porque quien escribe es mi sangre y no yo.
Tal vez mi sangre le regale dentro de 31 años las 50 rosas amarillas en mi nombre, éste no es el momento para confesarlo, tal vez lo sea en esa cantidad de tiempo, o tal vez nunca. Solo quiero verlos felices, y aprendiendo de esto, como estoy aprendiendo yo. Los amo, aunque nunca lo haya expresado de ese modo, sin ninguna duda que los amo. Pero lo expresé como pude, y hoy siento que todos saben que yo los amaba y que cualquier discusión no era más que un malentendido cotidiano, o una mala forma de expresarse, pero que siempre me preocupé por ellos, cuanto pude y hasta incluso un poco más de lo que se preocuparon mis mayores por mí en su debido tiempo. Igualmente no hay rencores, como los demás tampoco los tendrán conmigo. Quiero que sepan que siempre voy a estar ahí, porque mi huella dejó una marca profunda a la que pueden recurrir cada vez que me necesiten. Y sabrán que allí estaré, en esa huella. Inexplicablemente es todo lo que tengo para dar, y ustedes evaluarán si es poco o demasiado.
Los dejo en paz, sé que no es bueno estar cerca, ni que mi sangre esté cerca de mí. Lo mejor es que siga mi camino, y nos encontramos en esa huella que está allí… exactamente donde todos saben.

Milonga del frenesí (Cartas I)


Se conocieron por azar. Él buscaba bailarinas para su nueva obra de teatro. El destino lo llevó al camino de sus piernas, y quedó prendado a la huella de cada una de sus pisadas.
Ella bailaba tango de una forma tan sensual que lo fascinaba, y cada movimiento, cada roce con sus rodillas, cada arqueo de su cadera era una nueva excusa para involucrarse más con su cuerpo.
Tras meses de callada pasión, se decidió a averiguar, si también su alma rozaba con las rodillas de Dina y el tango se convertía en calorcito interno, (como una brasita que casi quema pero no llega al fuego, de esas que de tanto en tanto se extinguen y solo dejan cenizas.)
Fueron a un bar y pidieron un café. Ella expelía frescura. Él irradiaba temor. Ella se mostraba segura de sí misma, con la seguridad con la que se abre una rosa sabiéndose admirada, venerada, casi idealizada.
Sentía la certeza de saber para qué estaban allí, el fundamento de los arrebatos de Víctor y la respuesta afirmativa que daría cuando finalmente él se decidiera a dar un paso adelante, y se encontraran con asombro (para él) y sin sorpresas (para ella) con la coincidencia en la cadencia de sus miradas.
Finalmente, todo ocurrió y sus piernas rozaron mucho más que tobillos y rodillas y el compás de sus espasmódicos contornos en la noche, se fundieron en un tango con nuevas dimensiones.
Durante meses bailaron sobre el escenario con tanta pasión que el público era un casi una sola persona que acariciaba con aplausos el producto de su evidente amor.
Realizaron giras, proyectaron viajes, soñaron lo mismo que sueñan todos los que aman.
Hicieron un pacto de prosperidad, de afinidad espiritual, de contingencias felices, de maduro amor, con un par de anillos de coco que compraron en una playa de Brasil.
Con el tiempo el espectáculo iba exigiendo renovaciones en su estructura, y él como coreógrafo sintió que debían modificar el show para satisfacer las necesidades de un público que exigía, porque sabía que ellos podían dar aún más.
Así fue como Daniel se incorporó al equipo. Dina bailaría la mitad de una milonga con Daniel, y luego interpretarían un arrebato de vehemencia por parte de Víctor quien terminaría encolerizado, preso de una exaltación extrema, enfermo de pasión y celos, danzando él solo sobre el escenario, con una composición en la que se representaría su estado de enajenación.
La nueva temporada se inició con la milonga del frenesí. (Así se llamaba el número principal)
El público supo desde el primer instante que el nuevo show sería fascinante.
Las taquillas sobrepasaban la cantidad de expectativas y debían en cortísimos plazos mudarse de teatro en teatro, más grande cada vez.
Un productor llegado de Japón les propuso gira por su país. Asombrados por el ofrecimiento y sobre todo por el salario prometido no dudaron en realizar el viaje.
Y así fue como partieron en el avión. Felices por el éxito del espectáculo, anhelando la mejor de las fortunas.
El avión fue simbólicamente el ascenso en su carrera.
Un viaje… un ascenso… es evidente que nada queda sempiternamente en el aire, incluso los colibríes que nos permiten disfrutar de su bella quietud por una frágil porción de nuestro extraño tiempo, que se mide en instantes en los que la felicidad se vuelve intermitente.
El tiempo que dura la belleza.
El tiempo que dura como aquella rosa que se sabe admirada, venerada, idealizada.
El tiempo que dura lo mismo que los arrebatos impulsivos que desatan los nervios antes del primer beso.
El tiempo que dura lo mismo que una milonga en la cual la vida te deja de a pie, en el encolerizado rapto de exaltación de un inesperado ser, cuyo ímpetu te reduce a nada con su danza insensata.
La temporada fue un éxito hasta el día en que la función pareció comenzar de un modo diferente.
Dina y Daniel, por primera vez provocaron un aplauso diferente al acostumbrado. Esas aclamaciones que ocurren sólo cuando el público se convierte casi en una sola persona, y les devuelven su arte acariciando con elogios el instante en el que sus piernas rozaron mucho más que tobillos y rodillas y el compás de sus espasmódicos contornos, fundiendo la milonga con nuevas dimensiones.
Y esta vez fue, quizás tal vez, la representación mejor lograda de Víctor, quien sintió que se resquebrajaba aquel antiguo pacto de prosperidad, de afinidad espiritual, de contingencias felices, de maduro amor.
Danzó y rió frenéticamente, transpirando a mares en medio de sus impetuosos movimientos, delirando de amor y carcajadas inexplicables, (inesperada y violenta risa que pretendía ser remedio a su dolor.)
Dolor que no calló jamás, y aún hoy en día, en su habitación, danza con aquella risotada de pasión violenta,
Añejo amor resquebrajado por el dolor del tiempo transcurrido a su lado, del efímero instante que dura la belleza, la risa del duelo, del dolor inmenso, de la separación… la risa de lo inmarcesiblemente profundo que puede llegar a punzar el azar que los unió, la alianza de amor quebradizo, la vehemencia y el rictus perpetuo que inmortaliza su persistente alucinación.
Esa calcada coreografía que realiza cada mañana en el patio de la clínica, (creyendo que ellos bailan sempiternamente sobre un escenario fabricado por él en su alucinación), ritualizando el show sobre un firmamento que no le sirve de amparo.
Y Victor danza, riendo… riendo… riendo y añorando aquel amor que produce un calorcito interno, (como una brasita que casi quema pero no llega al fuego, de esas que de tanto en tanto se extinguen y solo dejan cenizas.)