Había una vez un pueblo llamado San Martirio, perdido entre las sierras y las nubes, donde la costumbre más arraigada no era tomar mate ni mirar el noticiero, sino grabar audios de WhatsApp mientras se manejaba.
Allí, cada mañana, cientos de motores se encendían al mismo tiempo que se apretaba el botón del micrófono. Las calles estaban llenas de autos que avanzaban lento, zigzagueando, mientras sus conductores hablaban sin parar:
—“Hola mamá, estoy yendo a la panadería, ¿me dijiste chipá o medialunas?”
—“Juancho, pasame la dirección de la abogada… no, la otra… la del divorcio…”
—“Genteee, escuchen este audio… ¡tienen que escuchar esto!…”
No importaba si llovía, hacía calor, o había embotellamiento. Lo esencial era mandar audios. Nadie atendía llamadas ni escribía. Solo audios. Largos, con música de fondo, saludos eternos y miles de “bueno… nada, eso”.
Hasta que llegó el día de la tormenta.
El cielo se volvió negro como petróleo al mediodía. Un viento caliente, raro, sopló por todo San Martirio. Las nubes rugieron con truenos y una lluvia furiosa cayó sin aviso.
Aun así, nadie se detuvo. Los autos seguían andando. Los audios seguían fluyendo.
—“Che, re loco el clima… ¿te conté lo de Sandra?...”
Fue entonces cuando ocurrió lo inevitable.
Una señora que mandaba un audio para avisar que iba tarde al médico no vio que la camioneta de adelante frenó.
Un joven que mandaba un audio quejándose de la tormenta dobló sin mirar.
Un padre que hablaba con su hija por WhatsApp mientras buscaba la dirección del club no vio el semáforo en rojo.
Uno a uno, los autos comenzaron a chocar.
No fue una colisión. Fue una cadena. Una orquesta de bocinazos, chapas dobladas y vidrios rotos.
Las ambulancias llegaron, sí. Pero todos estaban heridos: piernas rotas, costillas astilladas, cabezas golpeadas.
La sala del hospital no alcanzaba para tantos.
Esa noche, San Martirio no durmió. No hubo audios. Solo silencio.
Y el eco de lo que nadie quiso escuchar antes: que ningún mensaje vale más que una vida.
Desde entonces, el pueblo cambió.
Pintaron murales con carteles que decían:
> “Un audio puede esperar. Tu vida no.”
Instalaron cámaras en cada esquina. Se armaron campañas, charlas en las escuelas.
Los autos ya no traqueteaban por el pueblo hablando solos.
Los conductores miraban al frente.
Y el botón de grabar… quedaba en silencio.
Porque aprendieron —tarde, pero aprendieron— que no hay peor audio…
que el último.