martes, 15 de abril de 2025

El aula en blanco



El primer día de clases siempre tenía un aroma especial para Luciana, aunque ya no olía a marcador ni a piso encerado, sino a desinfectante y plástico reciclado. En el año 2147, las escuelas eran estructuras automatizadas, grises, iguales entre sí, controladas por el Ministerio de Convivencia Ciudadana. Pero Luciana aún creía en los libros, aunque hacía años que no se publicaba uno nuevo.

Ese año fue asignada a la Escuela Núcleo 9-Z, en la zona de contención sur. Al ingresar al aula, treinta adolescentes la miraban desde sus pupitres. Tenían la mirada opaca, los movimientos rígidos. Todos vestían los mismos uniformes sin nombre, con un código QR en la manga.

—Bienvenidos —dijo Luciana, con una voz que intentaba ser cálida, pero que rebotaba en las paredes de metal.

Decidió comenzar con una consigna sencilla. Proyectó en la pantalla una frase y pidió que la copiaran en sus cuadernos digitales. Nadie se movió.

—¿Pasa algo?

Silencio.

Intentó otra cosa: dictado de palabras simples. Luego, pidió que escribieran sus nombres. Solo tres lograron trazar algo parecido a letras.

Confundida, revisó sus fichas. Todos tenían aprobados los módulos básicos de "Comunicación Inicial". Pero lo que sus ojos veían era otra cosa: chicos y chicas que no sabían leer ni escribir.

Fue al final de la jornada que uno de los alumnos, un chico de ojos intensamente vivos, se acercó y murmuró:

—Profe… nos dijeron que leer ya no servía. Que las pantallas nos dicen todo lo que necesitamos saber. Que escribir confunde.

Luciana sintió un frío en el pecho.

Recordó entonces lo que había leído en documentos filtrados, ocultos en foros prohibidos: el gobierno había desmontado el sistema de alfabetización décadas atrás, reemplazándolo por módulos de obediencia, respuesta por íconos y comunicación por comandos de voz. Decían que la lectura fomentaba el pensamiento crítico. Y eso era peligroso.

Esa noche, en su habitación, Luciana encendió su viejo lector de papel. Pasó los dedos por la tapa de Ray Bradbury, como una oración muda. Luego, sacó de su mochila un fajo de hojas impresas a escondidas: palabras grandes, letras sueltas, cuentos breves. Las herramientas de una rebelión silenciosa.

Porque aunque la sociedad había decidido dejar de leer, ella no iba a rendirse.

Y esos treinta alumnos, aún sin saberlo, estaban a punto de convertirse en lectores.

Porque aunque la sociedad había decidido dejar de leer, ella no iba a rendirse.

Y esos treinta alumnos, aún sin saberlo, estaban a punto de convertirse en lectores.

**

Luciana comenzó con símbolos. Con trazos simples. Con dibujos que escondían letras. Les enseñó en secreto, disfrazando cada lección como un juego de memoria, como un módulo de análisis visual. Usaba palabras escondidas entre imágenes, letras camufladas en figuras geométricas. Los alumnos no sabían que estaban aprendiendo a leer. Solo sentían que algo en su cabeza se encendía.

A los pocos meses, algunos comenzaron a pedir más. Querían saber qué decían los carteles antiguos en la escuela, las frases gastadas en los muros, los papeles amarillentos que a veces encontraban flotando en la calle. Luciana los reunía después del horario, en un aula sin cámaras, con las luces bajas y las puertas aseguradas. Allí les leía cuentos. Primero de a una palabra. Luego de a una página entera.

Uno de sus alumnos, ese mismo chico de ojos intensos, se atrevió un día a escribir su propio nombre. Luego escribió "libertad", aunque lo deletreó mal. Luciana no lo corrigió. Le sonrió.

Un año después, de esos treinta estudiantes, veintisiete sabían leer y escribir con soltura. Tres más estaban en camino. No lo sabían todo, pero sabían lo esencial: que las palabras eran puertas.

La revolución no vino con gritos ni con armas. Vino en forma de cuadernos escondidos bajo las camas, de historias contadas en voz baja, de mensajes cifrados entre líneas. De jóvenes que leían entre las mentiras oficiales.

Luciana fue denunciada por “alteración cognitiva no autorizada” y enviada a reubicación rural. Nadie supo más de ella.

Pero sus alumnos siguieron.

Uno de ellos imprimió el primer fanzine clandestino en décadas. Otro creó un canal de audio donde recitaban cuentos prohibidos. Una de las chicas empezó a enseñar en las fábricas donde trabajaban los menores.

Y en los muros de las ciudades, donde antes solo había códigos QR, comenzaron a aparecer palabras pintadas a mano.

Palabras que nadie recordaba haber leído, pero que todos reconocían al verlas.

Y así, en un mundo que quiso borrar el lenguaje, Luciana y sus alumnos lo escribieron de nuevo.