
Se conocieron por azar. Él buscaba bailarinas para su nueva obra de teatro. El destino lo llevó al camino de sus piernas, y quedó prendado a la huella de cada una de sus pisadas.
Ella bailaba tango de una forma tan sensual que lo fascinaba, y cada movimiento, cada roce con sus rodillas, cada arqueo de su cadera era una nueva excusa para involucrarse más con su cuerpo.
Tras meses de callada pasión, se decidió a averiguar, si también su alma rozaba con las rodillas de Dina y el tango se convertía en calorcito interno, (como una brasita que casi quema pero no llega al fuego, de esas que de tanto en tanto se extinguen y solo dejan cenizas.)
Fueron a un bar y pidieron un café. Ella expelía frescura. Él irradiaba temor. Ella se mostraba segura de sí misma, con la seguridad con la que se abre una rosa sabiéndose admirada, venerada, casi idealizada.
Sentía la certeza de saber para qué estaban allí, el fundamento de los arrebatos de Víctor y la respuesta afirmativa que daría cuando finalmente él se decidiera a dar un paso adelante, y se encontraran con asombro (para él) y sin sorpresas (para ella) con la coincidencia en la cadencia de sus miradas.
Finalmente, todo ocurrió y sus piernas rozaron mucho más que tobillos y rodillas y el compás de sus espasmódicos contornos en la noche, se fundieron en un tango con nuevas dimensiones.
Durante meses bailaron sobre el escenario con tanta pasión que el público era un casi una sola persona que acariciaba con aplausos el producto de su evidente amor.
Realizaron giras, proyectaron viajes, soñaron lo mismo que sueñan todos los que aman.
Hicieron un pacto de prosperidad, de afinidad espiritual, de contingencias felices, de maduro amor, con un par de anillos de coco que compraron en una playa de Brasil.
Con el tiempo el espectáculo iba exigiendo renovaciones en su estructura, y él como coreógrafo sintió que debían modificar el show para satisfacer las necesidades de un público que exigía, porque sabía que ellos podían dar aún más.
Así fue como Daniel se incorporó al equipo. Dina bailaría la mitad de una milonga con Daniel, y luego interpretarían un arrebato de vehemencia por parte de Víctor quien terminaría encolerizado, preso de una exaltación extrema, enfermo de pasión y celos, danzando él solo sobre el escenario, con una composición en la que se representaría su estado de enajenación.
La nueva temporada se inició con la milonga del frenesí. (Así se llamaba el número principal)
El público supo desde el primer instante que el nuevo show sería fascinante.
Las taquillas sobrepasaban la cantidad de expectativas y debían en cortísimos plazos mudarse de teatro en teatro, más grande cada vez.
Un productor llegado de Japón les propuso gira por su país. Asombrados por el ofrecimiento y sobre todo por el salario prometido no dudaron en realizar el viaje.
Y así fue como partieron en el avión. Felices por el éxito del espectáculo, anhelando la mejor de las fortunas.
El avión fue simbólicamente el ascenso en su carrera.
Un viaje… un ascenso… es evidente que nada queda sempiternamente en el aire, incluso los colibríes que nos permiten disfrutar de su bella quietud por una frágil porción de nuestro extraño tiempo, que se mide en instantes en los que la felicidad se vuelve intermitente.
El tiempo que dura la belleza.
El tiempo que dura como aquella rosa que se sabe admirada, venerada, idealizada.
El tiempo que dura lo mismo que los arrebatos impulsivos que desatan los nervios antes del primer beso.
El tiempo que dura lo mismo que una milonga en la cual la vida te deja de a pie, en el encolerizado rapto de exaltación de un inesperado ser, cuyo ímpetu te reduce a nada con su danza insensata.
La temporada fue un éxito hasta el día en que la función pareció comenzar de un modo diferente.
Dina y Daniel, por primera vez provocaron un aplauso diferente al acostumbrado. Esas aclamaciones que ocurren sólo cuando el público se convierte casi en una sola persona, y les devuelven su arte acariciando con elogios el instante en el que sus piernas rozaron mucho más que tobillos y rodillas y el compás de sus espasmódicos contornos, fundiendo la milonga con nuevas dimensiones.
Y esta vez fue, quizás tal vez, la representación mejor lograda de Víctor, quien sintió que se resquebrajaba aquel antiguo pacto de prosperidad, de afinidad espiritual, de contingencias felices, de maduro amor.
Danzó y rió frenéticamente, transpirando a mares en medio de sus impetuosos movimientos, delirando de amor y carcajadas inexplicables, (inesperada y violenta risa que pretendía ser remedio a su dolor.)
Dolor que no calló jamás, y aún hoy en día, en su habitación, danza con aquella risotada de pasión violenta,
Añejo amor resquebrajado por el dolor del tiempo transcurrido a su lado, del efímero instante que dura la belleza, la risa del duelo, del dolor inmenso, de la separación… la risa de lo inmarcesiblemente profundo que puede llegar a punzar el azar que los unió, la alianza de amor quebradizo, la vehemencia y el rictus perpetuo que inmortaliza su persistente alucinación.
Esa calcada coreografía que realiza cada mañana en el patio de la clínica, (creyendo que ellos bailan sempiternamente sobre un escenario fabricado por él en su alucinación), ritualizando el show sobre un firmamento que no le sirve de amparo.
Y Victor danza, riendo… riendo… riendo y añorando aquel amor que produce un calorcito interno, (como una brasita que casi quema pero no llega al fuego, de esas que de tanto en tanto se extinguen y solo dejan cenizas.)
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