Desde la ventana del café, observaba la calle con una intensidad que rayaba en la obsesión. No era tanto el paisaje urbano lo que me interesaba, sino la gente, sus gestos, sus movimientos apenas perceptibles, la forma en que el tiempo parecía deslizarse entre sus pasos. A veces, me detenía en los ojos de alguien, intentando descifrar si guardaban el mismo vacío que los míos.
Fue así como la vi por primera vez. Caminaba con una cadencia hipnótica, la mirada perdida entre los carteles de las librerías y los edificios descascarados. Llevaba un abrigo gris y un libro bajo el brazo. El título se me escapó en ese instante, pero lo descubriría después: El túnel, de Ernesto Sábato.
La coincidencia me pareció inquietante. Yo mismo había releído esa novela muchas veces, con la sensación de que en sus páginas había algo escrito para mí. Su protagonista, Juan Pablo Castel, hablaba del aislamiento con una claridad aterradora. Y ahora, frente a mí, una mujer cargaba ese mismo libro como si fuera un presagio.
No pude evitar seguirla. No por una motivación vulgar ni una curiosidad banal, sino por la certeza de que ese encuentro tenía un significado. Me mantuve a distancia, observando cómo se detenía en una plaza, se sentaba en un banco y abría el libro. Sus labios se movían, como si leyera en voz baja. La escena tenía una belleza perturbadora, como si se tratara de una repetición de algo que ya había sucedido antes, en otra vida, en otra historia.
Me acerqué sin pensar. —Ese libro es peligroso —dije.
Ella levantó la vista y me miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza. —¿Perdón?
—El túnel. Es una novela que puede atraparte más de lo que imaginas.
Sonrió apenas. —¿Y no es eso lo que buscamos todos? Un túnel que nos aísle del mundo.
Su respuesta me dejó sin palabras. En ese instante supe que debía conocerla, que en ella se escondía una verdad que había estado buscando. Nos presentamos. Se llamaba Laura. No pregunté más. Pasamos horas hablando sobre literatura, sobre la imposibilidad de comprender realmente a los otros, sobre la forma en que el arte a veces se convierte en el único refugio. No necesitaba saber más de ella. Su existencia ya justificaba la mía.
Los días siguientes fueron un remolino de encuentros y palabras. Nos veíamos en ese mismo café, en la misma mesa junto a la ventana. Pero la sombra de El túnel seguía acechando. ¿Era yo un Castel en potencia? ¿Veía en Laura a una María Iribarne, alguien a quien nunca podría poseer del todo, alguien que escaparía de mis manos antes de que pudiera comprenderla?
Una tarde, ella no apareció. La esperé durante horas, como un animal enjaulado. Al día siguiente tampoco vino. Mi mente se llenó de suposiciones. ¿Acaso había leído demasiado en nuestra historia? ¿Había sido solo un personaje fugaz en mi propio túnel de obsesiones?
Decidí buscarla. Regresé a la plaza donde la había visto por primera vez. Caminé por las calles que recorrimos juntos. Nada. Hasta que llegué a una librería y, en el escaparate, encontré una nota pegada sobre un ejemplar de El túnel.
"El arte es el único refugio, pero también la peor prisión. No te conviertas en un Castel."
No había firma, pero sabía que era de ella. O tal vez era solo un reflejo de mis propias sombras proyectado en el cristal de una historia que nunca supe si fue real o imaginada.
Romina Ponzio