"La maestra de las paredes transparentes"
Clara llegaba todos los días a la escuela media hora antes del primer timbre. No por obligación, sino porque creía —todavía creía— que la docencia era más que un empleo: era una forma de tocar el alma de otros. Llevaba dieciocho años enseñando literatura, y aunque el sistema cambiara, los programas se ajustaran y la tecnología reconfigurara el aula, ella seguía creyendo en el poder de una historia bien contada.
Aquella mañana de abril no era distinta. Había preparado una clase sobre Cortázar: llevaba imágenes, recortes de diarios antiguos, una pequeña grabadora con la voz del autor leyendo "La casa tomada" y una caja con pequeños objetos que los alumnos usarían para recrear su propia versión del cuento. La idea era que se metieran en la historia, que la hicieran carne. Que sintieran el susurro inquietante detrás de una puerta cerrada.
Entró al aula con paso decidido, con su bolso repleto de ilusiones pequeñas y un gesto amable. Pero apenas cruzó la puerta, una ola de luz azulada le golpeó los ojos: pantallas de celulares brillaban como luciérnagas artificiales. Algunos reían frente a un video, otros se sacaban selfies con filtros de gato, y otros simplemente deslizaban el dedo con el pulgar ensayado de quien ya no busca, sino que huye del silencio.
—¡Buenos días! —dijo Clara con una sonrisa.
Un par de cabezas se giraron con indiferencia. El resto siguió en su mundo digital.
No era nuevo, claro. Pero dolía igual. Como una piedra pequeña que se aloja en el zapato y que uno ya ni intenta sacar, sólo acomoda el pie para que moleste un poco menos.
Empezó la clase. Habló de lo fantástico en la literatura, del límite difuso entre lo real y lo imposible. Algunos la escuchaban a medias, otros ni eso. Una chica del fondo reía mientras editaba un video para TikTok; un chico en la primera fila jugaba algo que parecía involucrar zombis y disparos. Nadie miraba la caja con objetos. Nadie se interesó por la voz grave de Cortázar. Nadie, salvo un par de miradas ocasionales, parecía notar que ella estaba allí.
A mitad de la clase, sintió cómo su voz empezaba a flaquear. Como si cada palabra se deshiciera en el aire, como si hablar fuese arrojar semillas a un desierto. Una sensación viscosa le subió por la garganta: no era tristeza todavía, era algo más agudo. La certeza de ser invisible.
Entonces dejó de hablar.
Guardó lentamente la caja con los objetos. Bajó el volumen de la grabadora. Se sentó en el escritorio y miró a su alrededor. Nadie lo notó. Nadie.
Pensó en sus primeros años como docente. Recordó una clase donde un alumno había llorado con "El Aleph". Otra donde una chica había escrito un poema hermoso tras leer a Alfonsina Storni. Pensó en las noches preparando actividades, buscando formas creativas, armando juegos, adaptando materiales. ¿Todo eso para qué?
La campana sonó. Y como si se activara un resorte colectivo, los cuerpos se pusieron en movimiento, sin mirarla siquiera. Alguien tiró la caja al pasar sin querer. Nadie se disculpó.
Se quedó sentada unos minutos más. Afuera, el pasillo rebosaba risas, carreras, gritos. Ella pensó que quizás la escuela ya no era un lugar de conocimiento, sino un decorado para socializar. Una escenografía donde ella era un mueble más.
Esa noche, Clara no preparó la clase del día siguiente. No subrayó poemas. No buscó canciones para ilustrar metáforas. No imprimió actividades. Se sirvió una copa de vino y se sentó frente a la ventana.
El problema no era que sus alumnos no la entendieran. El problema era que no querían hacerlo.
Y así, sin un estallido, sin una rabia visible, comenzó a apagarse una vocación. No con gritos, sino con silencios. Con pantallas. Con selfies. Con la lenta y cruel certeza de que ya no importaba si ella estaba o no.
Pero, en algún rincón, aún latía una mínima esperanza. Una chispa escondida que esperaba que, algún día, uno de esos alumnos levantara la mirada, apagara el celular y preguntara:
—¿Y qué pasó después con la casa tomada, profe?
Y entonces, quizás, Clara volvería a encender su voz.