domingo, 20 de abril de 2025

Dos en moto


"Dos en moto"

La moto rugía suave bajo el sol de las tres de la tarde. Lucas y Mariela cruzaban el límite invisible entre el barrio Norte y la zona centro, justo en el momento en que el reloj del cartel luminoso marcaba las 15:01.

—¿Creés que pasamos a tiempo? —preguntó ella, ajustándose el casco.

Lucas no contestó. Sabía que en Norte la prohibición era estricta desde las tres en punto. En Centro, en cambio, se aplicaba por franjas horarias y recién a las cinco comenzaba la restricción. El problema era esa frontera difusa, ese cruce donde las patrullas no sabían si estaban en un barrio o en otro. Y donde, por lo tanto, cualquier cosa podía pasar.

—¿Querés que baje? —insistió Mariela.

—No. Ya estamos por llegar. Son solo cinco cuadras más.

Tomaron la avenida con los árboles flacos y las cámaras de seguridad cada dos postes. Un dron zumbó sobre sus cabezas. Lucas tragó saliva. Estaba en regla, tenía los papeles, el seguro, el carnet. Solo que... no debía llevar a nadie.

En la radio que colgaba del chaleco del oficial, una voz metálica retumbó:
—Unidad 4, dos en moto en la intersección de Caseros y Belgrano.

No les dieron tiempo. La patrulla apareció como una sombra entre los autos detenidos en el semáforo.

—Documento, papeles, permiso de circulación —ordenó el oficial sin mirar.

—Salimos de la zona puntual, allí se permite hasta las tres. Estamos en tránsito hacia zona de franja...

—No hay tránsito que valga. A esta hora y con dos personas, están infringiendo el reglamento.

Mariela bajó lentamente. Intentó hablar, explicar. Pero el protocolo era claro: detención preventiva. Lucas no pudo evitar mirar las esposas como quien mira una reliquia antigua.

—Esto no es por seguridad —dijo, mientras lo subían al patrullero—. Esto es por miedo. Y el miedo no se arregla con reglamentos absurdos.

Nadie lo escuchó. O sí. Quizás el dron que aún zumbaba, grabando para la oficina central, guardó esas palabras. Tal vez, algún día, alguien las vuelva a escuchar. Pero por ahora, la ciudad seguía rodando con reglas que no se tocaban. Y en la próxima cuadra, otra moto, con dos pasajeros, pensaba si girar o seguir derecho.


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¿Querés que le agregue algo más, como una vuelta de tuerca al final o un contexto más distópico?

jueves, 17 de abril de 2025

La profesora y la Máquina



La profesora Camila llevaba años enseñando literatura en la secundaria 14. Le gustaba corregir con un té al lado, subrayar con tinta roja, y anotar observaciones al margen. Pero últimamente, algo en sus alumnos le parecía... perfecto.

Demasiado perfecto.

Los ensayos de Tomás, que nunca leía ni un solo capítulo, ahora contenían referencias a Nietzsche y a la intertextualidad de Borges. Juliana, que apenas hilaba ideas en voz alta, analizaba el simbolismo de la lluvia en Rayuela con una claridad desconcertante.

Camila lo sospechó de inmediato: inteligencia artificial. Chatbots. Asistentes. Lo que fuera.

Decidió entonces hacer un experimento. Tomó uno de los ensayos que acababa de recibir y lo copió completo en el chat de una IA educativa popular.

—¿Podrías decirme qué calificación le pondrías a este texto, del 1 al 10? —escribió.

La IA respondió al instante:

> Le pondría un 9.5. El análisis es profundo, bien estructurado y demuestra comprensión literaria, aunque hay pequeñas fallas de estilo.

Camila levantó una ceja. A la semana siguiente repitió el proceso con otro trabajo. Luego con otro. Y otro.

Siempre altas calificaciones. Siempre con argumentos sólidos.

Entonces, en una especie de rebeldía burocrática, comenzó a hacer lo impensado: cada vez que recibía una tarea sospechosa, la introducía en la IA y le pedía a la máquina que la calificara. Después, con frialdad mecánica, volcaba esa misma nota en su registro docente.

No discutía, no corregía, no analizaba.

Simplemente, delegaba.

Al cabo de dos meses, los alumnos comenzaron a notar que podían equivocarse en detalles y aún así obtener una nota muy similar a la que la IA les había anticipado. Algunos se asustaron. Otros se aprovecharon. Uno, incluso, preguntó en voz alta:

—Profe, ¿usted también usa la IA?

Camila sonrió.

—Yo solo uso las herramientas que ustedes me enseñaron a usar.

Desde entonces, el aula se volvió un extraño juego de espejos: la IA escribía, la IA evaluaba, la IA respondía. Y Camila, en el centro, observaba en silencio cómo la máquina les enseñaba una lección que ningún cuestionario podía medir.

Romina Ponzio

miércoles, 16 de abril de 2025

El último vals



"El último vals"

Lucía cumplía quince aquella noche de junio, y el salón brillaba como nunca antes. Las luces colgaban como estrellas artificiales, y los espejos devolvían una imagen perfecta: su vestido rosa pálido, los zapatos nuevos, el moño plateado en el cabello. Todo estaba listo. Todo, menos él.

Su padre había prometido que estaría allí. “No me lo pierdo por nada del mundo, mi princesa”, le dijo por teléfono, con esa voz gastada por los años y las excusas. Ella lo creyó. Porque a los quince aún se cree.

La música empezó, y las parejas comenzaron a formar el círculo. El maestro de ceremonias anunció: “El vals... con papá”.

Lucía se quedó sola, en el centro, las manos quietas, la mirada en la puerta. Silencio. Después, murmullos. Una amiga se acercó, pero Lucía no se movió. El vals comenzó sin ella.

La canción terminó, pero Lucía seguía allí, esperando.

Y así pasó el tiempo.

Primero dejó de hablar. Luego, ya no comía con los demás. Solo bailaba. Cada noche, cuando el reloj marcaba la hora exacta del vals, giraba sola en el salón vacío, con un vestido que ya no era rosa, sino gris del polvo y los años.

Dicen que si te acercás al viejo salón de fiestas, podés escuchar el eco de sus pasos, el roce suave de la tela girando, y una melodía lejana que no se ha detenido jamás.

Lucía aún baila. Siempre esperando. Porque a los quince aún se cree.




El imán


Dicen en el barrio de Santa Eulalia que en la portería del club Juventud juega un arquero que no es de este mundo. Su nombre es Esteban Galván, pero todos lo llaman “El Imán”.

Nadie sabe de dónde vino. Un día apareció en la cancha con unos guantes viejos, las medias caídas y una mirada que parecía arrastrar siglos. El técnico lo puso en el arco porque no había otro, y desde ese día, ninguna pelota volvió a besar la red.

Al principio, creyeron que era pura suerte. Después pensaron que era talento. Pero con el tiempo empezaron los rumores. Se decía que tenía un don: que las pelotas lo amaban. Que cada redonda que lo desafiaba en un penal terminaba girando en el aire como si dudara, y en el último segundo, cambiaba de dirección para meterse en sus guantes.

Los tiros libres más endiablados caían mansos en sus manos como si el viento les soplara a favor. Incluso un jugador uruguayo, que jugó en primera y pateaba como una catapulta, se le acercó después de un partido y le preguntó: “¿Cómo lo hacés, che?” Esteban solo le sonrió y le ofreció una mandarina.

Una tarde, durante la semifinal del torneo barrial, el cielo se cubrió de nubes moradas. El equipo rival trajo refuerzos de otro barrio: jugadores con nombres como “el Rifle”, “el Lince” y “la Fiera”. Estaban decididos a quebrar la racha. Diez veces patearon al arco. Diez veces la pelota, en pleno vuelo, hizo un quiebre absurdo, como si algo la arrastrara hacia los guantes de Esteban. Nadie entendía. Todos sospechaban.

Entonces el más viejo del barrio, Don Horacio, que siempre se sentaba al borde de la cancha con su sombrero de paja y su vaso de tinto, dijo bajito: “No es magia. Es un castigo.”

Y contó la historia que nadie conocía: Esteban fue un jugador prodigio en su juventud, que nunca fallaba un gol. Pero en la final de un torneo importante, quiso humillar al arquero rival pateando con displicencia. Erró. Y en ese mismo partido, su equipo perdió. Cuentan que una bruja que vendía empanadas lo vio burlarse y le lanzó una maldición: “De ahora en más, jamás volverás a meter un gol. Pero las pelotas te seguirán. Siempre.”

Desde entonces, dicen, cada pelota que vuela en dirección a un arco siente una atracción extraña si Esteban está del otro lado. No porque sea arquero. Sino porque es su destino.

El Juventud, por supuesto, nunca perdió un partido desde que lo tiene bajo los tres palos.

Pero Esteban nunca sonríe.

Porque en el fondo, todo lo que quería era meter un gol.

Romina Ponzio

martes, 15 de abril de 2025

El aula en blanco



El primer día de clases siempre tenía un aroma especial para Luciana, aunque ya no olía a marcador ni a piso encerado, sino a desinfectante y plástico reciclado. En el año 2147, las escuelas eran estructuras automatizadas, grises, iguales entre sí, controladas por el Ministerio de Convivencia Ciudadana. Pero Luciana aún creía en los libros, aunque hacía años que no se publicaba uno nuevo.

Ese año fue asignada a la Escuela Núcleo 9-Z, en la zona de contención sur. Al ingresar al aula, treinta adolescentes la miraban desde sus pupitres. Tenían la mirada opaca, los movimientos rígidos. Todos vestían los mismos uniformes sin nombre, con un código QR en la manga.

—Bienvenidos —dijo Luciana, con una voz que intentaba ser cálida, pero que rebotaba en las paredes de metal.

Decidió comenzar con una consigna sencilla. Proyectó en la pantalla una frase y pidió que la copiaran en sus cuadernos digitales. Nadie se movió.

—¿Pasa algo?

Silencio.

Intentó otra cosa: dictado de palabras simples. Luego, pidió que escribieran sus nombres. Solo tres lograron trazar algo parecido a letras.

Confundida, revisó sus fichas. Todos tenían aprobados los módulos básicos de "Comunicación Inicial". Pero lo que sus ojos veían era otra cosa: chicos y chicas que no sabían leer ni escribir.

Fue al final de la jornada que uno de los alumnos, un chico de ojos intensamente vivos, se acercó y murmuró:

—Profe… nos dijeron que leer ya no servía. Que las pantallas nos dicen todo lo que necesitamos saber. Que escribir confunde.

Luciana sintió un frío en el pecho.

Recordó entonces lo que había leído en documentos filtrados, ocultos en foros prohibidos: el gobierno había desmontado el sistema de alfabetización décadas atrás, reemplazándolo por módulos de obediencia, respuesta por íconos y comunicación por comandos de voz. Decían que la lectura fomentaba el pensamiento crítico. Y eso era peligroso.

Esa noche, en su habitación, Luciana encendió su viejo lector de papel. Pasó los dedos por la tapa de Ray Bradbury, como una oración muda. Luego, sacó de su mochila un fajo de hojas impresas a escondidas: palabras grandes, letras sueltas, cuentos breves. Las herramientas de una rebelión silenciosa.

Porque aunque la sociedad había decidido dejar de leer, ella no iba a rendirse.

Y esos treinta alumnos, aún sin saberlo, estaban a punto de convertirse en lectores.

Porque aunque la sociedad había decidido dejar de leer, ella no iba a rendirse.

Y esos treinta alumnos, aún sin saberlo, estaban a punto de convertirse en lectores.

**

Luciana comenzó con símbolos. Con trazos simples. Con dibujos que escondían letras. Les enseñó en secreto, disfrazando cada lección como un juego de memoria, como un módulo de análisis visual. Usaba palabras escondidas entre imágenes, letras camufladas en figuras geométricas. Los alumnos no sabían que estaban aprendiendo a leer. Solo sentían que algo en su cabeza se encendía.

A los pocos meses, algunos comenzaron a pedir más. Querían saber qué decían los carteles antiguos en la escuela, las frases gastadas en los muros, los papeles amarillentos que a veces encontraban flotando en la calle. Luciana los reunía después del horario, en un aula sin cámaras, con las luces bajas y las puertas aseguradas. Allí les leía cuentos. Primero de a una palabra. Luego de a una página entera.

Uno de sus alumnos, ese mismo chico de ojos intensos, se atrevió un día a escribir su propio nombre. Luego escribió "libertad", aunque lo deletreó mal. Luciana no lo corrigió. Le sonrió.

Un año después, de esos treinta estudiantes, veintisiete sabían leer y escribir con soltura. Tres más estaban en camino. No lo sabían todo, pero sabían lo esencial: que las palabras eran puertas.

La revolución no vino con gritos ni con armas. Vino en forma de cuadernos escondidos bajo las camas, de historias contadas en voz baja, de mensajes cifrados entre líneas. De jóvenes que leían entre las mentiras oficiales.

Luciana fue denunciada por “alteración cognitiva no autorizada” y enviada a reubicación rural. Nadie supo más de ella.

Pero sus alumnos siguieron.

Uno de ellos imprimió el primer fanzine clandestino en décadas. Otro creó un canal de audio donde recitaban cuentos prohibidos. Una de las chicas empezó a enseñar en las fábricas donde trabajaban los menores.

Y en los muros de las ciudades, donde antes solo había códigos QR, comenzaron a aparecer palabras pintadas a mano.

Palabras que nadie recordaba haber leído, pero que todos reconocían al verlas.

Y así, en un mundo que quiso borrar el lenguaje, Luciana y sus alumnos lo escribieron de nuevo.

lunes, 14 de abril de 2025

Antes de dormir


Cada noche, justo antes de entregarse al sueño, ella apaga la luz grande del cuarto y deja encendida sólo la lámpara de mesa. La luz tibia proyecta sombras suaves en las paredes, como si el cuarto respirara con calma. Es en ese momento, en ese silencio blando, cuando él vuelve.

No siempre aparece igual. A veces es su voz riéndose con Les Luthiers, esa risa tan suya, como contenida, que siempre terminaba por contagiarla. Otras veces lo ve detrás de una cámara, enseñándole a mirar. “Esperá… ahora. Ahí está la foto.” Le enseñó a ver el mundo como si cada rincón pudiera ser una obra de arte. Le enseñó a detenerse, a esperar la luz justa, a observar los detalles que otros pasaban por alto.

Las imágenes vuelven como si fueran sueños que aún guardan aroma. Recuerda la tarde en que hablaron durante horas sobre música, sin rumbo, como se habla con quienes no necesitan reloj. Él tocaba discos como si fueran libros sagrados. Le hablaba de armonías como quien comparte un secreto. Le enseñó que una canción podía decir todo lo que a veces no sabían poner en palabras.

Pero también vienen los días oscuros. Esos en los que él se fue apagando sin quererlo. La enfermedad llegó como un ladrón, lento pero certero. Ella estuvo ahí, en cada silencio, en cada gesto. Le hablaba mientras él cerraba los ojos. A veces pensaba que ya no la escuchaba, pero cuando le hablaba de una melodía, de algún chiste viejo o de una foto que habían sacado juntos, él apretaba su mano. Apenas, pero suficiente.

Fue la primera vez que supo lo que era perder. Lo que era un dolor que no se termina cuando pasa. Él fue su primera partida, y la más honda.

Ahora, años después, cuando la casa está en calma y sólo queda la lámpara encendida, lo siente cerca. Vive en las cosas que ama, en la música que elige, en la manera en que a veces ríe igual que él sin darse cuenta. En su forma de mirar el mundo con una nostalgia dulce, como quien recuerda y agradece al mismo tiempo.

Él fue su espejo, su raíz, su enseñanza constante. Fue imperfecto, tierno, humano. Y así lo recuerda: intensamente vivo, entrañablemente suyo.

Entonces cierra los ojos y, como cada noche, le susurra al silencio:
"Gracias por tanto. Buenas noches, papá."

Y duerme en paz

sábado, 12 de abril de 2025

La carta en alemán



Encontró la caja una tarde de abril, revolviendo el altillo de la casa de su abuela, donde el polvo y la memoria dormían juntos. Era una caja de madera, sin cerradura, atada con una cinta azul descolorida. Adentro, papeles amarillentos, fotos en blanco y negro, un pañuelo bordado, y una carta escrita en alemán.

No entendía del todo el idioma, pero reconoció algunos nombres familiares: Friedrich, Clara. Y una fecha: 1913.

Fue con la carta a su abuela, que la leyó en silencio, sus labios apenas moviéndose, como si tradujeran desde un lugar más profundo que el idioma. Al terminar, la abuela suspiró con una dulzura nostálgica y dijo:

—Esta la escribió mi abuela, Clara, para tu bisabuelo Friedrich, cuando él emigró a América. Se quedó sola, esperándolo. Nunca vino.

Y entonces, sin que se lo pidieran, la abuela comenzó a traducir, no palabra por palabra, sino con la misma emoción que su antepasada había puesto en esas líneas:

"Algunas personas son el viaje... otras el camino... otras el bote, o el ancla... otras la esperanza del horizonte, otras los remos... otras la brisa húmeda, otras la tormenta y la zozobra... otras el puerto, otras la llegada... El viaje nunca es un mero viaje, ni uno solo el viaje, ni del que viaja ni del que queda atrás... No te extraño por irte, sino por no poder ir contigo."

La voz de la abuela tembló al final. Nadie dijo nada por unos segundos.

—¿Y qué pasó con Clara? —preguntó al fin.

—Esperó. Y luego siguió viviendo. Pero esa carta la escribió sabiendo que el viaje no era solo de él. Que el amor también se queda quieto, a veces. Que duele más no poder acompañar que partir.

Esa noche, soñó con un puerto antiguo, con una mujer de abrigo largo sosteniendo una carta. El viento agitaba la cinta azul. Y aunque nadie zarpaba ni llegaba, el corazón se movía como si toda la vida estuviera ahí, en esa espera.

Vestida de negro como un punto final



Nadie sabía su nombre.
Ni siquiera ella, esa noche.
Porque no era la mujer que había sido. Ni la que todos creían conocer.
Era otra.

Despertó un día —o quizá fue una noche sin sueño— con la certeza de que algo tenía que hacer. No sabía bien qué, pero lo supo en el cuerpo: un temblor sereno, una energía desconocida, algo que la urgía sin violencia.

Escribió.
Una carta.
Con letra pequeña, temblorosa al principio, pero decidida. Sin firma. Sin destinatario. Solo palabras que le dolían desde hacía tiempo. La carta hablaba de un hecho que nunca antes había dicho en voz alta. Una violación. Una infancia robada. Un cuerpo que había aprendido a fingir fortaleza. Lo escribió todo. Y al final, agregó:
“Ya no te llevo conmigo. Esta es tu despedida”.

La ató a un mástil de madera.
Blanca, la bandera flameaba con una brisa que parecía comprenderla.

Se vistió de negro: vestido negro, sin  zapatillas. Prefería ir descalza para sentir el contacto con la arena. Para acariciar la libertad con sus pies desnudos...
Negro como luto.
Negro como punto final.

Junto a su mejor amiga, bajó a la costanera.
Nadie entendía nada.
Ella corrió. Dos cuadras. Rápido.
El mástil firme. La bandera ondeando como si celebrara.
Al llegar al borde del mar, lanzó la bandera con la carta atada.
La espuma la recibió.
El agua se la tragó.
Ella se quedó quieta.

Se miraron. Ella y su amiga.
Una sola mirada.
Cómplice. Verdadera.
Liberadora.

Los transeúntes cuchicheaban.
—¿Está loca?
—Debe ser una intervención artística.
—Un ritual...
—Una feminista, seguro.
—¿Y la cámara? ¿Quién filmó? ¡Ya está en redes!

La imagen se volvió viral. La repetían los noticieros. Analistas y opinólogos hablaban de “la mujer de la bandera”. Pero solo una persona en el mundo sabía la verdad. Solo ella.

Más tarde, se destapó.
El aire frío la acarició con ternura.
Fue al baño.
Lavó su rostro.
Y sonrió, como si algo finalmente hubiera terminado.

Afuera, el mundo seguía hablando.
Ella no.
Ella ya no necesitaba explicar nada.

Porque, a veces, basta con sentir que uno hizo algo para ser libre.
Y ese algo, aunque no haya sucedido —¿o sí?—, puede cambiarlo todo.

Romina Ponzio

martes, 8 de abril de 2025

La maestra de las paredes transparentes

"La maestra de las paredes transparentes"

Clara llegaba todos los días a la escuela media hora antes del primer timbre. No por obligación, sino porque creía —todavía creía— que la docencia era más que un empleo: era una forma de tocar el alma de otros. Llevaba dieciocho años enseñando literatura, y aunque el sistema cambiara, los programas se ajustaran y la tecnología reconfigurara el aula, ella seguía creyendo en el poder de una historia bien contada.

Aquella mañana de abril no era distinta. Había preparado una clase sobre Cortázar: llevaba imágenes, recortes de diarios antiguos, una pequeña grabadora con la voz del autor leyendo "La casa tomada" y una caja con pequeños objetos que los alumnos usarían para recrear su propia versión del cuento. La idea era que se metieran en la historia, que la hicieran carne. Que sintieran el susurro inquietante detrás de una puerta cerrada.

Entró al aula con paso decidido, con su bolso repleto de ilusiones pequeñas y un gesto amable. Pero apenas cruzó la puerta, una ola de luz azulada le golpeó los ojos: pantallas de celulares brillaban como luciérnagas artificiales. Algunos reían frente a un video, otros se sacaban selfies con filtros de gato, y otros simplemente deslizaban el dedo con el pulgar ensayado de quien ya no busca, sino que huye del silencio.

—¡Buenos días! —dijo Clara con una sonrisa.

Un par de cabezas se giraron con indiferencia. El resto siguió en su mundo digital.

No era nuevo, claro. Pero dolía igual. Como una piedra pequeña que se aloja en el zapato y que uno ya ni intenta sacar, sólo acomoda el pie para que moleste un poco menos.

Empezó la clase. Habló de lo fantástico en la literatura, del límite difuso entre lo real y lo imposible. Algunos la escuchaban a medias, otros ni eso. Una chica del fondo reía mientras editaba un video para TikTok; un chico en la primera fila jugaba algo que parecía involucrar zombis y disparos. Nadie miraba la caja con objetos. Nadie se interesó por la voz grave de Cortázar. Nadie, salvo un par de miradas ocasionales, parecía notar que ella estaba allí.

A mitad de la clase, sintió cómo su voz empezaba a flaquear. Como si cada palabra se deshiciera en el aire, como si hablar fuese arrojar semillas a un desierto. Una sensación viscosa le subió por la garganta: no era tristeza todavía, era algo más agudo. La certeza de ser invisible.

Entonces dejó de hablar.

Guardó lentamente la caja con los objetos. Bajó el volumen de la grabadora. Se sentó en el escritorio y miró a su alrededor. Nadie lo notó. Nadie.

Pensó en sus primeros años como docente. Recordó una clase donde un alumno había llorado con "El Aleph". Otra donde una chica había escrito un poema hermoso tras leer a Alfonsina Storni. Pensó en las noches preparando actividades, buscando formas creativas, armando juegos, adaptando materiales. ¿Todo eso para qué?

La campana sonó. Y como si se activara un resorte colectivo, los cuerpos se pusieron en movimiento, sin mirarla siquiera. Alguien tiró la caja al pasar sin querer. Nadie se disculpó.

Se quedó sentada unos minutos más. Afuera, el pasillo rebosaba risas, carreras, gritos. Ella pensó que quizás la escuela ya no era un lugar de conocimiento, sino un decorado para socializar. Una escenografía donde ella era un mueble más.

Esa noche, Clara no preparó la clase del día siguiente. No subrayó poemas. No buscó canciones para ilustrar metáforas. No imprimió actividades. Se sirvió una copa de vino y se sentó frente a la ventana.

El problema no era que sus alumnos no la entendieran. El problema era que no querían hacerlo.

Y así, sin un estallido, sin una rabia visible, comenzó a apagarse una vocación. No con gritos, sino con silencios. Con pantallas. Con selfies. Con la lenta y cruel certeza de que ya no importaba si ella estaba o no.

Pero, en algún rincón, aún latía una mínima esperanza. Una chispa escondida que esperaba que, algún día, uno de esos alumnos levantara la mirada, apagara el celular y preguntara:
—¿Y qué pasó después con la casa tomada, profe?

Y entonces, quizás, Clara volvería a encender su voz.

martes, 1 de abril de 2025

El reflejo del túnel



Desde la ventana del café, observaba la calle con una intensidad que rayaba en la obsesión. No era tanto el paisaje urbano lo que me interesaba, sino la gente, sus gestos, sus movimientos apenas perceptibles, la forma en que el tiempo parecía deslizarse entre sus pasos. A veces, me detenía en los ojos de alguien, intentando descifrar si guardaban el mismo vacío que los míos.

Fue así como la vi por primera vez. Caminaba con una cadencia hipnótica, la mirada perdida entre los carteles de las librerías y los edificios descascarados. Llevaba un abrigo gris y un libro bajo el brazo. El título se me escapó en ese instante, pero lo descubriría después: El túnel, de Ernesto Sábato.

La coincidencia me pareció inquietante. Yo mismo había releído esa novela muchas veces, con la sensación de que en sus páginas había algo escrito para mí. Su protagonista, Juan Pablo Castel, hablaba del aislamiento con una claridad aterradora. Y ahora, frente a mí, una mujer cargaba ese mismo libro como si fuera un presagio.

No pude evitar seguirla. No por una motivación vulgar ni una curiosidad banal, sino por la certeza de que ese encuentro tenía un significado. Me mantuve a distancia, observando cómo se detenía en una plaza, se sentaba en un banco y abría el libro. Sus labios se movían, como si leyera en voz baja. La escena tenía una belleza perturbadora, como si se tratara de una repetición de algo que ya había sucedido antes, en otra vida, en otra historia.

Me acerqué sin pensar. —Ese libro es peligroso —dije.

Ella levantó la vista y me miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza. —¿Perdón?

—El túnel. Es una novela que puede atraparte más de lo que imaginas.

Sonrió apenas. —¿Y no es eso lo que buscamos todos? Un túnel que nos aísle del mundo.

Su respuesta me dejó sin palabras. En ese instante supe que debía conocerla, que en ella se escondía una verdad que había estado buscando. Nos presentamos. Se llamaba Laura. No pregunté más. Pasamos horas hablando sobre literatura, sobre la imposibilidad de comprender realmente a los otros, sobre la forma en que el arte a veces se convierte en el único refugio. No necesitaba saber más de ella. Su existencia ya justificaba la mía.

Los días siguientes fueron un remolino de encuentros y palabras. Nos veíamos en ese mismo café, en la misma mesa junto a la ventana. Pero la sombra de El túnel seguía acechando. ¿Era yo un Castel en potencia? ¿Veía en Laura a una María Iribarne, alguien a quien nunca podría poseer del todo, alguien que escaparía de mis manos antes de que pudiera comprenderla?

Una tarde, ella no apareció. La esperé durante horas, como un animal enjaulado. Al día siguiente tampoco vino. Mi mente se llenó de suposiciones. ¿Acaso había leído demasiado en nuestra historia? ¿Había sido solo un personaje fugaz en mi propio túnel de obsesiones?

Decidí buscarla. Regresé a la plaza donde la había visto por primera vez. Caminé por las calles que recorrimos juntos. Nada. Hasta que llegué a una librería y, en el escaparate, encontré una nota pegada sobre un ejemplar de El túnel.

"El arte es el único refugio, pero también la peor prisión. No te conviertas en un Castel."

No había firma, pero sabía que era de ella. O tal vez era solo un reflejo de mis propias sombras proyectado en el cristal de una historia que nunca supe si fue real o imaginada.

Romina Ponzio