martes, 6 de mayo de 2025

La máquina de Poder



En una región lejana del mundo, escondida en las profundidades de una montaña blindada, existía una sala secreta. Nadie del pueblo común sabía de su existencia, pero en ella se hallaba una máquina colosal llamada El Programador Global. Solo los líderes más poderosos del planeta tenían acceso. Con solo unos comandos podían activar guerras, firmar tratados, bloquear alimentos, mover ejércitos o sembrar la paz.

La máquina no tenía forma de humano ni pantalla de colores: era un engranaje oscuro, frío, con cables como raíces profundas. Cuando un dirigente se acercaba, la máquina brillaba levemente y mostraba un panel de decisiones: GUERRA, PAZ, SANCIONES, NEGOCIACIÓN, INVASIÓN. Y ellos elegían. Siempre elegían.

Durante años, los pulsos de la máquina hicieron temblar al mundo. Al sur, una guerra de diez años por recursos naturales. Al este, una ciudad arrasada en segundos. Al norte, niños sin escuela porque la opción “Recorte” fue elegida. Y cada vez que se presionaba un botón, la máquina vibraba y obedecía.

Hasta que una noche, mientras los líderes discutían acalorados sobre quién debía aplastar a quién, alguien olvidó cerrar la puerta. Era un error que jamás antes había ocurrido.

Un niño de unos ocho años, pequeño, con la ropa sucia y los ojos grandes de curiosidad, se había escapado de un campamento de refugiados cercano. Había seguido las luces sin saber a dónde llevaban. Entró sin hacer ruido. Los grandes no lo vieron. Ellos gritaban, insultaban, comparaban armas, calculaban pérdidas como si fueran fichas de un juego.

El niño se acercó a la máquina.

El panel brilló. La máquina detectó una nueva presencia. Jamás había sentido una mente así: sin ambición, sin miedo, sin odio.

El niño no sabía leer del todo, pero sí reconocía algunos símbolos. Vio el de una paloma, el de un corazón, y uno con niños jugando bajo un árbol.

Miró a los poderosos, miró la máquina... y presionó los tres al mismo tiempo.

La máquina titubeó. Algo se rompió dentro. Un zumbido llenó la sala. Los líderes se giraron, furiosos. “¿¡Quién tocó eso!?”

Pero ya era tarde.

En segundos, la red de misiles del mundo comenzó a desmontarse sola. Los tanques se detuvieron, las armas se derritieron como si fueran de cera. Las órdenes de ataque se volvieron palabras sin sentido. Las fábricas de guerra se apagaron una tras otra. Las pantallas se llenaron de flores, risas, y palabras nuevas: JUEGO, ABRAZO, DIALOGAR.

Los líderes miraron al niño, impotentes. El niño solo sonrió.

Y la máquina, por primera vez, se quedó en silencio. No porque se hubiera apagado, sino porque ya no tenía nada más que hacer. El mundo, gracias a una mente pura, comenzaba a sanar.

viernes, 2 de mayo de 2025

La soñadora



"La soñadora"

Mariela tenía un don insólito: podía soñar lo que quisiera. Cada noche, al cerrar los ojos, elegía su destino onírico como quien selecciona una película. Desde hacía meses, había encontrado refugio en un sueño recurrente: un viaje a Bahía Blanca.

Allí, un amable anfitrión —un hombre desconocido para ella en la vigilia— abría las puertas de su hogar con generosidad infinita. Preparaba comidas caseras humeantes, dejaba las estufas encendidas y mantenía la casa con una calidez que Mariela no encontraba en su departamento de soltera en la ciudad. También llegaban otros viajeros: un señor mayor, cordial y silencioso, que manejaba el auto que los llevaba desde algún punto impreciso hasta Bahía. Siempre sabía el camino.

Una madre bahiense y su hija de seis años solían acompañarlos. La mujer, cansada pero dulce, cuidaba de su madre postrada con paciencia infinita. La niña correteaba por los pasillos como si la casa fuera suya.

Y estaba él. El galán. Alto, simpático, lleno de frases seductoras y gestos protectores. Se parecía a esos actores de las novelas de la tarde, siempre al borde del drama. Era fácil quererlo… y fácil perderse con él.

Todo funcionaba en armonía. Cada noche era una nueva aventura: juegos de cartas, cenas interminables, confesiones junto al fuego. Hasta que una noche el sueño se desvió.

Mariela sintió que algo cambiaba. El control que siempre había tenido sobre el sueño se le escurría. Los personajes ya no respondían a sus decisiones. El galán y la madre soltera se miraron distinto. Comenzaron a pasar más tiempo juntos. Una noche desaparecieron.

Volvieron al día siguiente, con sonrisas cómplices. Ella, despeinada pero feliz. Él, más galán que nunca.

—Nos fuimos. Lo necesitábamos —dijo la mujer.

Mariela no supo cómo reaccionar. Era su sueño, su mundo, pero se estaba volviendo de todos.

Y ese día, en la vida real, Mariela faltó al trabajo. Se quedó toda la mañana limpiando la casa del anfitrión en su sueño, tratando de poner orden. Atendió a la madre postrada, cocinó para los demás, cubrió ausencias.

Cuando el grupo se reunió de nuevo, los miró con seriedad.

—No pueden hacer esto. Este lugar existe para que descansemos, para compartir. Si cada uno va a hacer la suya, se rompe.

El galán se encogió de hombros, sin perder la sonrisa.

—Me enamoré, Mariela. ¿Qué querés que haga? Soy un galán de telenovela. Está en mi naturaleza.

Ella bajó la mirada. Por primera vez, se preguntó si seguir soñando con Bahía Blanca valía la pena. Pero sabía que lo haría. Solo que, desde esa noche, el sueño ya no le pertenecía del todo.