jueves, 7 de agosto de 2025

El día menos pensado

Jorge nunca supo en qué momento se desvió del camino. Había salido temprano, decidido a volver a casa con tiempo para cebarse unos mates con su esposa antes de empezar la jornada. Pero en un cruce mal señalizado, en una ciudad que apenas conocía, tomó una calle lateral que creyó que lo llevaría a una avenida principal. No fue así.
El GPS dejó de funcionar al instante. La pantalla quedó congelada, el cursor clavado en un limbo gris sin nombres ni calles, como si el sistema se negara a reconocer ese lugar.
"Debe ser una zona muerta", pensó. No le dio importancia.
Decidió entonces aplicar la lógica simple de cualquier conductor perdido: tomar una calle y seguirla derecho, sin detenerse ni doblar, hasta salir del barrio. Así lo hizo. Aceleró con determinación por una calle angosta, con casas bajas, muchas sin numeración, persianas bajas y árboles desproporcionadamente quietos.
Eran las 9 de la mañana. El sol brillaba con esa claridad engañosa que ni calienta ni ilumina del todo. Jorge pensaba en los mates, en su esposa leyendo en la cocina, en el olor del pan tostado.
Hasta que un auto lo chocó por detrás.
El impacto fue seco, repentino. Miró por el retrovisor y vio un sedán gris, con el capó hundido. No bajó. Ni siquiera pensó en hacerlo. Estaba cansado, confundido, sin paciencia para discusiones de tránsito. No se fijó en la patente. Solo apretó los dientes y siguió derecho.
El tiempo empezó a estirarse. Jorge seguía manejando por la misma calle. Intentó cambiar de rumbo, pero cada bocacalle llevaba a otra igual. Las casas se repetían. Una mujer regaba las plantas sin moverse. Un perro dormía en la misma baldosa. El cartel de una panadería cerrada parecía siempre el mismo.
Hasta que lo entendió: la calle giraba en círculo.
Lo confirmó al pasar nuevamente por una esquina con un mural de colores desteñidos que ya había visto al menos tres veces. El barrio lo tenía atrapado. No sabía desde cuándo. No sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas. El reloj marcaba las 11, luego la 1, luego las 9 otra vez. No podía confiar en él.
En un momento —quizás por costumbre, quizás por resignación— Jorge se quedó mirando por la ventanilla, hipnotizado por el paisaje repetido.
Y fue entonces que sintió el golpe.
Otro choque.
Pero esta vez, él había sido quien chocó desde atrás.
Pisó el freno con violencia, bajó apurado, nervioso, deseando que el conductor no fuera de los que se ponían violentos.
—Disculpe, fue sin querer, le paso los papeles del seguro —balbuceó.
Y entonces lo vio.
El auto chocado era el suyo.
La patente: EMG 609.
Exactamente la misma.
Pero no era su espejo. No era un reflejo. Era otro auto. Su auto. El mismo. Inexplicablemente.
Se quedó helado.
Giró la cabeza hacia su propio vehículo. Su patente también era EMG 609.
El mismo color. El mismo modelo. Las mismas abolladuras.
Y, como si el mundo decidiera darle un último empujón al abismo, miró su reloj:
9:00 a.m.
Otra vez.

viernes, 1 de agosto de 2025

El pueblo del audio

Había una vez un pueblo llamado San Martirio, perdido entre las sierras y las nubes, donde la costumbre más arraigada no era tomar mate ni mirar el noticiero, sino grabar audios de WhatsApp mientras se manejaba.
Allí, cada mañana, cientos de motores se encendían al mismo tiempo que se apretaba el botón del micrófono. Las calles estaban llenas de autos que avanzaban lento, zigzagueando, mientras sus conductores hablaban sin parar:
—“Hola mamá, estoy yendo a la panadería, ¿me dijiste chipá o medialunas?”
—“Juancho, pasame la dirección de la abogada… no, la otra… la del divorcio…”
—“Genteee, escuchen este audio… ¡tienen que escuchar esto!…”
No importaba si llovía, hacía calor, o había embotellamiento. Lo esencial era mandar audios. Nadie atendía llamadas ni escribía. Solo audios. Largos, con música de fondo, saludos eternos y miles de “bueno… nada, eso”.
Hasta que llegó el día de la tormenta.
El cielo se volvió negro como petróleo al mediodía. Un viento caliente, raro, sopló por todo San Martirio. Las nubes rugieron con truenos y una lluvia furiosa cayó sin aviso.
Aun así, nadie se detuvo. Los autos seguían andando. Los audios seguían fluyendo.
—“Che, re loco el clima… ¿te conté lo de Sandra?...”
Fue entonces cuando ocurrió lo inevitable.
Una señora que mandaba un audio para avisar que iba tarde al médico no vio que la camioneta de adelante frenó.
Un joven que mandaba un audio quejándose de la tormenta dobló sin mirar.
Un padre que hablaba con su hija por WhatsApp mientras buscaba la dirección del club no vio el semáforo en rojo.
Uno a uno, los autos comenzaron a chocar.
No fue una colisión. Fue una cadena. Una orquesta de bocinazos, chapas dobladas y vidrios rotos.
Las ambulancias llegaron, sí. Pero todos estaban heridos: piernas rotas, costillas astilladas, cabezas golpeadas.
La sala del hospital no alcanzaba para tantos.
Esa noche, San Martirio no durmió. No hubo audios. Solo silencio.
Y el eco de lo que nadie quiso escuchar antes: que ningún mensaje vale más que una vida.
Desde entonces, el pueblo cambió.
Pintaron murales con carteles que decían:
> “Un audio puede esperar. Tu vida no.”
Instalaron cámaras en cada esquina. Se armaron campañas, charlas en las escuelas.
Los autos ya no traqueteaban por el pueblo hablando solos.
Los conductores miraban al frente.
Y el botón de grabar… quedaba en silencio.
Porque aprendieron —tarde, pero aprendieron— que no hay peor audio…
que el último.