María se había casado joven con Julián, un músico de rock con talento de sobra y una mirada que entonces parecía abrirle el pecho. Lo admiraba, lo amaba, lo seguía. Vivían intensamente, en conciertos, en reuniones de jóvenes intelectuales, entre poesía, vino barato y guitarras desafinadas. Pero después de una gira accidentada, Julián dejó de salir. Decía que lo vigilaban. Decía que lo querían matar. Que los aplausos ocultaban micrófonos y que sus pensamientos ya no le pertenecían.
María al principio lo sostuvo con ternura. Pero con los años, la fobia de Julián a salir a la calle lo convirtió en un espectro de sí mismo, encerrado entre paredes que él mismo había reforzado con cinta negra y carteles de advertencia.
En una de esas reuniones que ya no frecuentaban, María había conocido a David. Intelectual de café cargado, mirada penetrante y palabras medidas. Durante años, David le repitió su amor. Le prometió dejar a Stella —su esposa— si ella se atrevía a irse. Y finalmente, lo hizo. O al menos empezó. Durante dos meses compartieron una relación clandestina, robada entre visitas al psiquiatra de Julián y caminatas nocturnas por parques silenciosos.
Una tarde de verano, mientras le contaba a su amiga en voz baja su plan de escape, notó algo extraño en el jardín. La tierra, a pesar del calor seco, estaba húmeda. Goteaba. El césped brillaba como si llorara. Y en lo más espeso de ese verde vivo, se adivinaban unos ojos entrecerrados, hinchados de lágrimas. David, su amante, tenía un don: podía camuflarse en el césped. Y desde allí la había escuchado, inmóvil, sintiendo cómo el amor que había esperado durante tanto tiempo se escapaba con la misma facilidad que un suspiro.
María se fue. Sola. No por valentía, sino por agotamiento.
Pasaron treinta años.
Nunca se volvió a enamorar. A veces creía que sí, pero siempre estaba David, latiendo en algún rincón de su cuerpo. Un David que era césped, secreto, deseo no resuelto.
Un día, sin pensarlo demasiado, volvió a la ciudad. Quería divorciarse de Julián formalmente. Quería, quizás, buscar a David, aunque no supiera para qué. En la Universidad, durante una fiesta de antiguos conocidos, los encontró a los dos: David y Stella, divorciados, pero compartiendo vino como dos exiliados de un mismo país.
La música sonaba fuerte. María preguntó por David.
—Está encerrado —le dijo un viejo amigo—. Con sus miedos de siempre. Si querés que te abra, decile que traés el servicio de bebidas. Es la única manera de que abra la puerta.
David, que nunca dejó de temer, también supo esa noche que algo iba a cambiar. Estaba por presenciar el momento en el que María, después de tantos años, por fin abandonaría la idea del cuidado y el deber… y lo elegiría.
María se acercó a la puerta con las manos temblorosas. Golpeó.
Él abrió.
Ya no era el Julián firme de antes. Tenía más arrugas que certezas, y los ojos húmedos —pero ahora por medicación y años de encierro.
Ella no se atrevió.
No le pidió el divorcio. No lo abrazó. No gritó. Solo lloró.
Se sirvió un vaso de lo que encontró sobre la mesa y se sentó sola en un rincón, emborrachándose por su cobardía y su nostalgia.
Y como no podía ser de otro modo, esa noche, otro corazón roto volvió a marchitarse.
Afuera, el césped —silencioso, fiel, eterno— volvió a llorar.
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