martes, 29 de julio de 2025

Monstruos que hablan del hombre


Monstruos que hablan del hombre: Frankenstein, el Gólem rabínico, Gollum y el Gólem de Borges como reflejos del poder creador y sus límites

Desde los albores de la literatura fantástica y el mito, la figura del “ser creado” ha obsesionado a las culturas humanas. Cuatro manifestaciones particularmente significativas de este arquetipo emergen desde contextos muy distintos: el Gólem rabínico de la tradición judía, el Gólem de Borges en su poema homónimo, el Gollum de El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien, y la criatura de Frankenstein, concebida por Mary Shelley. A pesar de sus diferencias de forma, época y género, estos personajes funcionan como símbolos del deseo humano de crear vida, y a la vez, del temor profundo a las consecuencias de ese acto. Son hijos del exceso, del amor desbordado por el lenguaje, por la materia, por el poder, y al mismo tiempo, sus deformidades nos devuelven la imagen terrible de nuestras propias limitaciones.

1. El Gólem rabínico: la palabra que da forma a la carne

El Gólem de Praga, figura mítica surgida del folclore judío en Europa Central, es una criatura hecha de barro animada por la palabra sagrada, por el nombre de Dios. El rabino Judah Loew ben Bezalel, figura histórica del siglo XVI, es quien más comúnmente se asocia con esta leyenda. Para proteger al pueblo judío de las amenazas del antisemitismo, crea al Gólem, inscribiendo la palabra “Emet” (“verdad” en hebreo) en su frente. Pero la criatura, aunque fuerte y obediente al principio, pronto se vuelve peligrosa y debe ser desactivada borrando la primera letra, transformando “Emet” en “Met” (“muerte”).

Este mito no es solo una fábula de poder y desmesura. Es también una alegoría sobre la relación entre lenguaje y creación, entre el poder divino y sus imitaciones humanas. El Gólem es un ser que no puede hablar, y eso lo hace “incompleto”. Según Gershom Scholem, estudioso de la mística judía, “la creación del Gólem era una práctica teúrgica, pero su mudez simboliza la barrera última que separa al hombre de Dios”.

2. El Gólem de Borges: el creador que se descubre criatura

En su poema “El Gólem”, incluido en El otro, el mismo (1964), Jorge Luis Borges reinterpreta el mito desde una clave profundamente moderna. El poema narra la historia del rabino de Praga, pero lo que interesa a Borges no es tanto la criatura como el vínculo entre creador y creación:

> “¿Quién nos dirá las cosas que Dios siente / por el rabino, su rabino andante?”

“¿Qué puede hacer un hombre sino ser / el espejo en que se mira el Otro?”

Borges subvierte el mito: el Gólem no es solo una creación del rabino, sino también su reflejo. En su imperfección, en su torpeza, el rabino reconoce su propia limitación como hombre. El poema termina con una de las ideas más inquietantes de Borges: ¿y si nosotros también fuéramos los Gólems de un Dios que no sabemos si está satisfecho con su obra? Esta inversión borra la jerarquía entre creador y criatura y pone en tela de juicio el acto creador mismo.

3. Gollum: la criatura deformada por el deseo

Gollum, personaje central de la obra de J.R.R. Tolkien, es otro tipo de “ser creado”, aunque no por manos humanas sino por su propia corrupción. Originalmente un hobbit llamado Sméagol, Gollum es deformado física y mentalmente por el poder del Anillo Único, una creación mágica que simboliza la ambición de poder absoluto. Como el Gólem, Gollum es ambivalente: es a la vez víctima y amenaza. No es una criatura creada en un acto de amor o protección, sino en uno de deseo desordenado, lo que lo convierte en una figura más trágica que monstruosa.

Gollum representa el fracaso del yo, la escisión entre lo que se es y lo que se desea ser. Habla de sí mismo en plural (“nosotros”), lucha constantemente entre su parte hobbit y su parte corrompida. Su historia sugiere que no hace falta que otro nos cree: uno mismo puede deformarse en la búsqueda de poder. La criatura no es entonces un otro, sino un espejo.

4. La criatura de Frankenstein: el monstruo que reclama amor

Mary Shelley escribió Frankenstein o el moderno Prometeo en 1818, y en esta obra, la criatura sin nombre es un ser de inteligencia aguda, sensibilidad extrema y soledad infinita. Victor Frankenstein, su creador, lo abandona desde el momento mismo en que cobra vida. No es el monstruo quien se vuelve malvado, sino que su monstruosidad es producto del rechazo, de la ausencia de afecto, de su condena al aislamiento.

La criatura de Shelley aprende a hablar, a leer, incluso a amar, pero la sociedad nunca lo acepta. Se convierte así en un ser vengativo no por naturaleza, sino por necesidad. Su pregunta fundamental es la que todo ser creado sin consentimiento podría hacerse:

> “¿Acaso no tengo derecho a la felicidad?”

Frankenstein es un eco moderno del mito del Gólem, pero llevado al límite del Romanticismo: el monstruo no es torpe ni mudo, sino lúcido y elocuente, lo que lo vuelve aún más doloroso. Al igual que el Gólem borgeano, la criatura de Shelley también cuestiona a su creador: “Tú eres mi padre, pero me has maldito”.

Conclusión: los hijos fallidos de la creación

El Gólem rabínico, el Gólem de Borges, Gollum y la criatura de Frankenstein son cuatro rostros de un mismo temor: el temor a lo que somos capaces de crear cuando imitamos a Dios, cuando jugamos con las fuerzas de la vida, del lenguaje o del deseo. Cada una de estas figuras, en su torpeza, en su escisión, en su marginalidad, representa lo que la humanidad teme de sí misma: nuestra tendencia al exceso, nuestro fracaso al amar lo que creamos, nuestra incapacidad para prever las consecuencias.

Lejos de ser meros monstruos, estos personajes son testimonios morales y metafísicos. En sus cuerpos deformes, en sus palabras balbuceantes o silenciadas, nos devuelven una pregunta esencial: ¿qué responsabilidad tiene el creador sobre su creación?. Y, más profundamente aún: ¿somos nosotros mismos la creación fallida de algo que no entendemos, un Gólem más en el taller de un Dios ciego?

No hay comentarios: